domingo, 28 de febrero de 2010

TODOS LOS CABALLOS BELLOS (ALL THE PRETTY HORSES, 2000, BILLY BOB THORNTON)

Titulo Original: All the Pretty Horses
Año: 2000
Nacionalidad: Estados Unidos
Duración: 116 min.
Director: Billy Bob Thornton
Guión: Ted Tally, según la novela “Todos los hermosos caballos”, de Cormac McCarthy
Actores: Matt Damon, Henry Thomas, Penélope Cruz, J.D. Young, Laura Poe, Sam Shepard.




Sinopsis: Los jóvenes John Grady Cole y Lacey Rawlings abandonan Texas y se dirigen al otro lado de la frontera en busca de aventuras. Ambos encuentran trabajo en un rancho, un lugar marcado por la dureza y la violencia, pero Cole se enamora apasionadamente de la bella hija del propietario del rancho, lo que desencadenará una serie de acontecimientos que cambiará para siempre las vidas de todos ellos.




Unos diez años antes de que los hermanos Coen emprendieran la acertada adaptación cinematográfica de “No es país para viejos”, la novela de Cormac McCarthy, el actor y director Billy Bob Thornton emprendió la de otra excelente novela del mismo escritor, “Todos los hermosos caballos”. Los hermanos Coen lograron un film seco y tenso, recorrido por un hálito metafísico y cierta abstracción narrativa, que encajaba a la perfección con el universo literario de McCarthy. Otro de los importantes elementos que los Coen manejaron con habilidad era el relativo a la definición de los personajes, que al margen de los diálogos, siempre tenían una peculiar manera de hablar o de expresarse, de comportarse. Esto último viene a colación por que mientras el film que proporcionó el Oscar a Javier Bardem respetaba con inteligencia bastantes diálogos del libro, pero al mismo tiempo sabía transmitir al espectador las sensaciones que McCarthy transmitía a sus lectores, la película de Bob Thornton cree ser fiel al escritor en apariencia, pero la esencia se hecha a perder por completo.



“Todos los hermosos caballos” es una película, bastante mediocre formalmente, que consigue malograr y banalizar situaciones brillantes con malas ideas visuales y una pésima labor de montaje. Sin ir más lejos, todo el desarrollo que emprendía McCarhty de uno de los momentos claves del libro, me refiero al momento en que el protagonista, John Grady Cole, y su amigo Lacey Rawlins doman a 16 caballos en un período de tiempo realmente corto y con un trabajo intensivo, y que dotaba de absoluto sentido a las decisiones posteriores de John Grady (un momento que expresaba de forma muy especial la relación que el personaje mantenía con los caballos) en la película se convierte, prácticamente, en un superficial fragmento con look visual de anuncio de televisión, esteticista y relamido, con las consabidas imágenes al ralentí y una penosa música que hubiera puesto los pelos de punta a John Ford o, en la actualidad, a Clint Eastwood, dos directores (hay más) que habrían hecho maravillas con este material.



En todo caso, no es el único defecto de la película, que se caracteriza por un inicio muy apresurado, que apenas hace sentir al espectador el carácter de huida urgente que tienen las escapadas de los protagonistas de sus respectivos hogares, y por un desarrollo posterior bastante erróneo, con personajes fundamentales del libro, que en la película, supuestamente, siguen cumpliendo con esa función, pero que resultan muy mal definidos y desarrollados.
La labor interpretativa de actores como Matt Damon, Henry Thomas o Penélope Cruz no resulta apropiada, lo que puede considerarse un verdadero error de cásting, y convierten a los personajes más importantes del libro en meras sombras diluidas de lo que eran en el texto, sin lograr en ningún momento la empatía del espectador. No es fácil comprender las decisiones tomadas por Thornton en ésta película, un actor con una actitud personal que quizá resulte cercana a la de algunos personajes descritos en los libros de McCarthy, y contrastarla con la muy apropiada confección del reparto de la película de los Coen: Josh Brolin, Javier Bardem, Kelly Macdonald, Tommy Lee Jones, Woody Harrelson, y todos los secundarios, todos, construían coherentemente el universo de la película.




LA PASAJERA (PASAZERKA, 1963, ANDRZEJ MUNK Y WITOLD LESIEWICZ

Titulo Original: Pasazerka
Año: 1963
Nacionalidad: Polonia
Duración: 62 min.
Director: Andrzej Munk y Witold Lesiewicz
Guión: Andrzej Munk y Zofia Posmysz-Piasecka
Actores: Aleksandra Slaska, Anna Ciepielewska, Janusz Bylczynski, Krystyna Dubielowna, Anna Golebiowska, Barbara Horawianka.



Sinopsis: Liza, una mujer que se dispone a emprender un viaje en barco, reconoce, entre los pasajeros del mismo, a Marta, una mujer a la que conoció muchos años atrás, cuando Liza trabajaba como vigilante en un campo de concentración y Marta era una de las presas en el tétrico lugar. Entre las dos mujeres se desarrolló una extraña relación, y el reencuentro provoca en Liza el resurgimiento de recuerdos que creía ocultos en un rincón de su memoria.




Las películas con argumentos que transcurren en campos de concentración o espacios vigilados por soldados alemanes durante el transcurso de la Segunda Guerra Mundial se han convertido, prácticamente desde el mismo final abrupto de la guerra, en el año 1945, en material infalible para la consecución de prestigiosos premios cinematográficos. Ya se sabe: el drama humano, el “realismo”, la crítica social, venden. Pero pese a que existen un buen número de excelentes películas situadas en semejantes espacios, desde entretenimientos como “La Gran Evasión”, de John Sturges, hasta “Noche y Niebla”, la estremecedora y vanguardista película dirigida por Alain Resnais, pasando por la pesadillesca experiencia al límite del joven protagonista de “Masacre, ven y mira”, de Elem Klimov, lo cierto es que frecuentemente se utilizan los elementos dramáticos que proporcionan semejantes situaciones y experiencias con un afán conmovedor, absolutamente hipócrita, cara a la galería; es decir, se acaban transformando en clichés narrativos o dramáticos absolutamente asimilados y considerados efectivos, y a este respecto prácticamente cada año se añaden nuevos títulos, acaparadores de premios y elogios, que no tardan demasiado en olvidarse.



“La Pasajera”, de Andrezj Munk, no es uno de esos títulos “pasajeros”, sino una de las películas más importantes del cine polaco y un estremecedor viaje al lado más oscuro del ser humano. Conviene advertir del carácter inconcluso de la película: Munk no pudo finalizarla a causa del accidente automovilístico en el que perdió la vida, por lo tanto las copias del film que circulan en la actualidad están incompletas, y la duración alcanzada es de apenas 60 minutos, lo que no implica, ni mucho menos, que la película no pueda ser comprendida por los espectadores.
El único “relleno”, integrado en el metraje filmado, montado y más compacto que legó el realizador, consiste en una imágenes fijas de Liza (Alexandra Slaska), la protagonista de la historia, y de Marta (Anna Ciepielewska), el otro personaje femenino importante del film (las imágenes se acompañan por una voz en off que describe la acción que tiene lugar), que transcurren en un supuesto “presente” narrativo de la ficción: Liza era una de las encargadas de vigilar a los prisioneros de un campo de concentración nazi, y Marta, la chica a la que aquella observa embarcar por una pasarela al interior del barco en el que se encuentra, no es otra que una judía con la que entabló una relación muy especial, a medio camino entra la compasión por un ser humano y el placer que provoca ser el dueño de su destino.



Por lo tanto, el título del film, “La Pasajera”, alude a esa mujer que embarca y que hará “viajar” mentalmente a la protagonista a un pasado oculto en un rincón olvidado de su memoria.
“La Pasajera” prescinde, de forma memorable y durante gran parte de su metraje, de diálogos entre los personajes, apoyando Munk el peso del drama en las miradas que se cruzan unos con otros, es decir, en los actores y su expresividad. La elección de las dos actrices principales se revela fundamental para lograr intensidad dramática y dotar de credibilidad a las secuencias, y es justo reconocer que ambas se encuentran a la altura de la difícil tarea.
Munk planifica, en muchos momentos, aunando la narratividad implícita de los encuadres que escoge para enmarcar a los personajes, con una gran capacidad descriptiva de las actividades que tienen lugar en los espacios que filma (las diversas estancias de un campo de concentración). Esa capacidad descriptiva sugiere, con frecuencia, el horror que se desliza venenosamente tras las apariencias más humanas que intentan mantener los alemanes a cargo del funcionamiento del campo; ej: la tensa secuencia en la que unos inspectores de una Comisión internacional, ajenos al campo, realizan una verificación del cumplimiento de las normas en el funcionamiento del mismo y con respecto a los derechos de los presos, y en la que Marta, la prisionera a la que preguntan los inspectores, es prácticamente “coaccionada” por las miradas de sus carceleros, que ante la parálisis emocional de la chica, que le impide responder a las preguntas que se le hacen, responden por ella empleando las óptimas palabras que los funcionarios desean escuchar.

Una secuencia ejemplar que escenifica con virulencia la gran mentira que imperaba en esos tétricos espacios, en los que se eludía con gran habilidad el uso verbal de términos relativos al holocausto judío y al exterminio que se estaba llevando a cabo en el interior de los mismos (algo puesto de manifiesto en el notable libro “La Cuestión Humana”, escrito por François Emmanuel, que en 2007 fue adaptado al cine por Nicolás Klotz, en la también interesante película del mismo título).



La necesidad de sugerir sesgadamente lo inquietante de la actividad desarrollada en el campo, o de incidir sutilmente en el necesario carácter representativo (teatral) de la actitud de Liza (dividida entre la obligación de servir a los nazis, y con ello a Alemania, la compasión que siente por Marta, y la sensación de poder que le proporciona su puesto de guardiana), lleva a Munk a adoptar interesantes soluciones de puesta en escena: en una secuencia, un grupo de presas corren completamente desnudas, ante la mirada escrutadora de las guardianas, que seleccionan con fines diversos a algunas mujeres cogiéndolas abruptamente por el cuello con un bastón curvado, como si se tratara de ganado. En ésta secuencia, Munk expresa visualmente la diferencia fundamental existente entre la actitud de Liza y la de otra guardiana, con la que se cruza tensas miradas desafiantes (filmadas por Munk con primeros planos de cada una de las mujeres): sobre el rostro de la otra guardiana se proyectan las sombras de las mujeres que pasan corriendo frente a ella, por lo tanto las prisioneras son consideradas abstracciones; el plano de Liza, en cambio, incluye en primer término del encuadre a las mujeres pasando velozmente por delante suyo, es decir, incluye el elemento humano. Liza seleccionara a varias mujeres, entre las que se incluye Marta.

En otra y misteriosa secuencia, Munk muestra varios planos de soldados y guardianas del campo realizando varias actividades; el humo invade visualmente varios de estos planos, y Liza se acerca a una verja desde la que observa a un soldado poniéndose una máscara antigas y tirando unos objetos por un agujero practicado en el suelo. A continuación, Munk monta varios planos de presos del campo bajando por unas escaleras de piedra para traspasar la puerta de un recinto, del que probablemente no regresarán. En una de sus miradas a los condenados, Liza revela su fragilidad interior, que debe dominar exteriormente si no quiere perder también ella su pellejo al ser considerada una traidora para los intereses del Tercer Reich.



Es muy destacable el punto de vista que escoge Munk para narrar la historia, el de la vigilante Liza, lo que lleva fundamentalmente al director a utilizar directamente la subjetividad del personaje para que podamos experimentar ciertas sensaciones relativas a su poder; ej: la secuencia en la que Liza busca un rostro, entre los de las prisioneras de su sección, que insinúe que la propietaria del mismo es la apropiada para poder confiarle ciertas tareas. Munk filma el proceso de selección recurriendo a un travelling subjetivo, filmado desde el punto de vista de Liza, que recorre lateralmente los rostros de miradas abatidas, duras, o simplemente frías, de las prisioneras a su cargo, con lo que las miradas de las mujeres son efectuadas directamente a cámara, generando con ello una cierta participación por parte del espectador, que se ve forzado a identificarse por un momento con Liza.

Esa búsqueda de miradas, que, como se suele decir, son fruto de los ojos, el espejo del alma, deviene fructífera dramáticamente en otros destacados momentos del film: la secuencia en la que, de nuevo Liza, situada ante el grupo de presas, busca afanosamente la mirada que delate los sentimientos, con el fin de castigarla, de la mujer responsable de escribir notas de amor a un prisionero del campo, mientras obliga a Marta a leer en voz alta la citada nota con la intención de hacer aflorar los sentimientos al rostro de la mujer responsable de la misma.

O otro breve pero significativo momento en el que el sonido de los disparos de un pelotón de fusilamiento, sincronizados sobre un primer plano de Marta, llevan a la chica a bajar mirada y cabeza al mismo tiempo, ante la fuerte sospecha de que Tadeusz, su amado, es uno de los asesinados.
Esa relación de afecto en el marco de un campo de concentración es lo que genera cierta contradicción en los sentimientos que siente Liza hacia Marta, y que la lleva a decir, en off visual, con un sentimiento de envidia hacia la, pese a todo, libertad emocional de Marta, y con respecto a la amarga labor que, como vigilante, está obligada a desempeñar en el campo: “Sin vida privada, sin amor, sin descanso en el deber”.

viernes, 26 de febrero de 2010

EL LUCHADOR (THE WRESTLER, 2008, DARREN ARONOFSKY)

Titulo Original: The Wrestler
Año: 2008
Nacionalidad: Eua
Duración: 115 min
Director: Darren Aronofsky
Guión: Robert D. Siegel
Actores: Mickey Rourke, Marisa Tomei, Evan Rachel Wood, Mark Margolis, Todd Barry, Wass Stevens


Sinopsis: Randy "The Ram" Robinson fue, en los años 80, una estrella del wrestling, pero ahora malvive desempeñando trabajos poco dignos. Randy prolonga su trayectoria como luchador combatiendo en un circuito de luchas de baja categoría, pero intenta hallar un poco de luz para su vida intentando rehacer la malograda relación con su hija Stephanie, al mismo tiempo que busca establecer una relación amorosa con una stripper llamada Cassidy.




Erigida sobre un mar de tópicos argumentales y con un puñado de personajes arquetípicos, este film de Aronofsky termina por ser una interesante película, también la más sencilla hasta el momento de su breve filmografía, que logra una buena nota en prácticamente todos los objetivos, no excesivamente ambiciosos, que se marca el realizador.
Los anteriores films de Aronofsky, “Pi”, “Réquiem por un sueño” y “La Fuente de la vida”, que dejaban claro el talento visual de su director pero también su muy irregular capacidad narrativa, dan paso, con “The Wrestler”, a una línea argumental minimalista y intimista, y a un empaque formal que deja de lado piruetas técnicas y efectos especiales para centrarse en la evolución de su personaje protagonista, recurriendo constantemente a una cámara al hombro que sigue continuamente al personaje, buscando dotar de cierto aire documental a la película.




El drama de Randy “The Ram” Robinson, preñado de melancolía y tristeza, y apoyado en una notable interpretación a cargo de Mickey Rourke, se distancia de tontorrones y épicos regresos deportivos a lo “Rocky Balboa” para acercarse a modelos más nobles como la brillante “Fat City”, dirigida por John Huston. Randy, vieja gloria de la lucha libre, sabe que su tiempo ya pasó y solo intenta asumir, tras patéticos intentos por ganarse la vida de otro modo, que el único lugar en el que ha sido aceptado por todos (compañeros y espectadores) es, precisamente, el de la lucha libre, y hacia el final de la película su toma de conciencia final al respecto le llevará incluso a dejar de lado la promesa de un futuro (quizá) distinto al lado de la chica a la que quiere, Cassidy (Marisa Tomei), que parece aceptar mantener una relación afectiva con él.
Es evidente que “The Wrestler” destaca por otras razones, al margen de su guión, medido y coherente, pero absolutamente predecible. Lo mejor, como siempre debería ser al hablar de cine, se encuentra en las soluciones de puesta en escena que halla Aronofsky.




Una de las mejores ideas la encontramos en la secuencia en la que Randy, como casi siempre en la película, es seguido por la cámara mientras se dirige a su primera jornada en su nuevo trabajo en una carnicería: cuando Randy se halla tras las cortinas que delimitan el espacio externo y el de la propia carnicería, el personaje se para un momento y parece reflexionar mientras en la banda de sonido Aronofsky introduce los gritos de júbilo del público habituales en uno de los combates de Randy. Cuando el personaje cruza esa “frontera” física, el barullo enfervorecido desaparece bruscamente. Definitivamente, Randy es consciente del cambio que ha tenido lugar en su vida; mientras que en el pasado cruzar un umbral en los estadios de lucha libre siempre le resultaba gratificante, ahora ese aliciente ha desaparecido, quizá para siempre, de su vida.



En otra secuencia, el director hace un uso sencillo pero muy eficaz del montaje dentro del plano, sin necesidad de recurrir a varios cortes. Estoy hablando de la secuencia en la que Randy intenta convencer a su hija de que él ha cambiado; tras una emotiva conversación cara a cara, Randy y su hija caminan, separados el uno del otro por unos pocos metros; la chica parece aceptar el cambio prometido por su padre y finalmente corre a cogerse del brazo de Randy: el cambio de sentimientos en la chica viene determinado por ese cambio en la escala del plano realizado mediante el desplazamiento de la actriz del segundo término que ocupa en el plano hasta el primer término que ocupa Randy.
Estas pequeñas ideas visuales devienen verdaderamente importantes para comprender que el trabajo de Aronofsky es sencillo pero en ningún caso simple, y que sus decisiones benefician y otorgan dignidad al material que tiene entre manos.
El director se apoya, como ya he dicho líneas arriba, en la interpretación de Mickey Rourke, pero también en las notables Marisa Tomei y Evan Rachel Wood, a cargo de los papeles de Cassidy y de la hija de Randy, respectivamente. Dos personajes también harto convencionales, pero que como mínimo logran despertar la simpatía del espectador gracias a la labor de ambas actrices.
Otro aspecto remarcable de la propuesta es que el director prescinde completamente de una fotografía glamourosa que embellezca visualmente unos espacios que no tienen nada de atractivo, como son la carnicería, los pabellones donde tienen lugar los combates de lucha libre, o el interior del club de striptease.

NÓMADAS (ÍDEM, 2001, GONZALO LÓPEZ-GALLEGO)

Título Original: Nómadas
Año: 2001
Nacionalidad: España
Duración: 89 min.
Director: Gonzalo López-Gallego
Guión: Gonzalo López-Gallego y José David Montero
Actores: Manuel Sánchez Ramos, Diana Lázaro, Pablo Menasanch, Pedro Rojas, Eva García, Pablo García.


Sinopsis: Alex y Sara, dos personas solitarias con problemas emocionales que les impiden comunicarse con los demás, terminan conociéndose una noche en extrañas circunstancias, cuando, tras un deambular nocturno, Sara se encuentre primero con dos tipos que la secuestran, para posteriormente encontrarse los tres con Alex.




El cine de autor siempre ha tenido el inconveniente de mostrarse bastante prepotente en relación al pacto que debe establecerse entre la película y el espectador. La mera etiqueta de “autor” parece definir a alguien con potestad para decir cosas importantes, y aún más, para decirlas de forma artísticamente “válida”. Por supuesto, todo esto es completamente discutible. El inconveniente, como decía, reside en la relación que tiene que establecerse entre película y espectador, y una exigencia intelectual, en ocasiones muy alta, aunque lo cierto es que no pocas veces este inconveniente reside, en realidad, en la propia película, y en su desafortunada manera de expresarse, por mucho que algunos realizadores acudan con prontitud al cacareado “mi propuesta no se ha entendido”.

En el caso de “Nómadas” nos encontramos con curiosas paradojas, ya que su realizador pretende transgredir un material narrativo de lo más trillado volviéndolo novedoso a ojos del espectador recurriendo a una puesta en escena no convencional, pero, ¿es ésta original?

La sinopsis que precede a esta crítica, mejor o peor, resume en esencia el desarrollo narrativo de la película, pero lo peor de todo es que apenas permite añadir gran cosa a lo ya dicho, lo que viene a significar que nos encontramos ante una película de 90 minutos con un desarrollo argumental más fino que el filo de una hoja, pero claro, ¿desde cuando el cine de autor necesita de guiones sólidos? ha sido una de las dudas razonables que han esgrimido los defensores a ultranza de este cine para justificar su preferencia por el mismo en lugar del (mal llamado) clásico. Para desmentir esto, basta con recordar la cantidad de grandes guionistas que elevaron a sus máximas cimas, por ejemplo, al cine italiano más prestigioso y “intelectual”: el de Fellini, Visconti, Antonioni, Rossellini, y muchos más; o el extraordinario trabajo de depuración estructural y formal llevado a cabo en su obra por el realizador francés Robert Bresson.
Cine de autor, sí, pero elaborado a conciencia.



La película de Gonzalo López-Gallego, indudablemente, está más cerca del cine de autor europeo que del cine comercial norteamericano, pero eso, claro está, no tiene por que dar como resultado una buena película.
Para empezar, el film de Gallego se toma su tiempo, excesivo, para que el espectador conozca a los dos personajes más relevantes de la película, Sara (Diana Lázaro) y Alex (Manuel Sánchez Ramos): durante la primera media hora de película prácticamente sólo observaremos a estos personajes, que no se conocen, y el discurrir de sus respectivas y tristes existencias. El perfil psicológico de los dos viene definido por sus acciones y gestos, no por sus palabras. Alex es un mecánico que parece atrapado entre el retraso mental, el autismo y una tendencia asesina. Sara, por su parte, sale a pasear por las noches o le gustan canciones propias del cine musical clásico, como el “Cheek to cheek”. Ambos sufren de una profunda soledad.

El principal problema de “Nómadas” tiene que ver con un estilo visual que se revela ecléctico pero al mismo tiempo confuso y contradictorio. La película de Gallego pretende aunar la sobriedad narrativa que preside algunas secuencias con una estilización de la imagen preciosista y recargada, y con unos modos que se acercan, en no pocos momentos, a los del video-clip. Una película que me viene a la mente viendo el film de Gallego es la excelente “Mala Sangre” (Mauvais Sang, 1985, Leos Carax), una de las mejores películas de los años 80, que hacía alarde de una inventiva formal poco frecuente: también era, en esencia, una extraña historia de amor, y también tenía un estilo visual indudablemente moderno. “Nómadas” quiere ser moderna y original, pero a cualquier precio: Gallego utiliza con excesiva frecuencia planos estáticos de cosas, objetos, fragmentos de lugares, etc., que al principio del film tienen una cierta razón de ser por que definen el contexto espacial y vital de los personajes, pero conforme avanza la película Gallego demuestra que está excesivamente embelesado con esos planos, que trabaja estéticamente a conciencia (el uso estético del desenfoque; objetos que no aparecen encuadrados de forma limpia, sino recortados o insinuados, pero siempre componiendo con otros elementos del encuadre, de tal forma que esos “desencuadres” devengan, pese a todo, bonitos), pero que no tienen funcionalidad narrativa alguna: terminan convirtiéndose en bellos bodegones, y poco más.



Hay en esa elaboración una cierta estética del vacío, pero en un sentido mucho menos positivo que en un film de Bresson, Garrel o Haneke; si habitualmente el vacío, en las películas de estos directores, es hiriente, y aumenta la sensación de desazón del espectador, en la película de Gallego el espectador más bien admira la bonitas composiciones o el desenfoque de un plano, o un entrecortado montaje de acciones al modo de un video-clip. Por otro lado, y lo que es peor, el “vacío existencial” de los personajes va acompañado de cancioncillas que se pretenden atmosféricas y que sólo consiguen desviar al director de lo que debería interesarle: el silencio y la sensación de soledad: hay una falta de determinación en el empeño del director.

En algunos momentos de “Nómadas”, la definición simple de los personajes naufraga por completo: cuando, para definirlos, se opta por el silencio habitual de los mismos, se corre el peligro de que cuando estos hablen el espectador se vea sorprendido negativamente: es el caso del personaje más agresivo del film, uno de los dos tipos con los que se topa Sara, que parece expresarse, fundamentalmente, con gritos cortos y exagerados, que prácticamente caricaturizan al personaje en su maldad.
Otras imágenes, de tipo poético, son más bien relamidas; ej.: en la secuencia en la que Alex es agredido violentamente por los secuestradores de Sara, Gallego inserta unos planos de Alex, tendido desnudo y en posición fetal sobre un manto de leche, reaccionando con el movimiento de su cuerpo a los golpes que le son propinados en la “realidad”. Los planos parecen sugerir desde una desprotección física del personaje hasta, quizá, su infantilismo mental, pero la imagen genera un efecto narrativo ambiguo: se anula la violencia física del momento a cambio de una “performance visual”, consecuencia de aquella, percibida desde el interior de la mente del personaje que recibe los golpes.




En alguna ocasión se ha hablado de cierta influencia lynchiana en las imágenes de la película, y esto puede resultar aceptablemente positivo en relación a algunos momentos concretos, como aquel que muestra a Sara en su casa elaborando toda una peculiar gestualidad corporal con el fin de lograr sintonizar la señal de un televisor. El momento puede recordar, sin ir más lejos, a ciertas secuencias del primer film de David Lynch, “Cabeza Borradora”. Pero este tipo de parecidos son extraordinariamente habituales en los realizadores actuales, que acaban recurriendo a ellos por la simpatía que les provocan los realizadores a los que admiran, antes que por verdadera necesidad.
Hay dos momentos, construidos en cierto modo de forma similar, en los que se pueden ver con claridad los pros y los contras del film de Gallego: en el primero de ellos, y tras la paliza que le han propinado los dos tipos, Alex, desnudo en el lavabo, observa sus heridas y, poco a poco, parece ir cargándose de rabia al ritmo de una conocida composición de Mozart que también tiene una progresión sonora: música utilizada en muchas películas como un cliché melódico antes que por su adhesión a las imágenes; Gallego emplea una música trágica en un momento que es dramático, pero no trágico, del mismo modo que Tarsem Singh emplea ésta misma música en el efectista inicio de “The Fall”, con resultados igual de inapropiados, cuando el espectador ni tan solo sabe lo que está ocurriendo, ni en que medida afecta eso, ni a quién, pero bueno...
En un lado más positivo tenemos otra secuencia, también construida en torno a una progresión sonora más simple, de guitarra eléctrica, y también más acorde con la naturaleza de la situación que tiene lugar: Uno de los dos tipos que han secuestrado a Sara consigue arrancar triunfalmente el motor de su coche, después de haberlas pasado putas, momentos antes, ya que el mismo había dejado de funcionar. Los estilizados y calculados gestos del actor (por ello mismo falsos, irreales) y su alegría al oír el arranque del motor, acompañados de la música, cohesionan positivamente. Pero todo resulta ser un sueño, fruto de la fuga mental momentánea del personaje, cuya realidad es espeluznante, ya que tiene que matar a Sara (cuyo destino en manos de ambos tipos es, de todos modos, verdaderamente incierto para el espectador), por que el coche en el que viajan ha dejado de funcionar.


miércoles, 24 de febrero de 2010

BARRAVENTO (ÍDEM, 1962, GLAUBER ROCHA)

Título Original: Barravento
Año: 1962
Nacionalidad: Brasil
Duración: 78 Min.
Director: Glauber Rocha
Guión: Luiz Paulino Dos Santos, Glauber Rocha, Jose Teles
Actores: Antonio Pitanga, Luiza Maranhäo, Lucy de Carvalho, Aldo Teixeira, Lidio Silva, Edmundo Albuquerque.

Sinopsis: Película que retrata de forma entre antropológica y mística a los habitantes de una comunidad de pescadores de Bahía, en Brasil, y su manera de entablar relaciones de afecto, los conflictos que surgen entre ellos y como los resuelven, sus tabúes sexuales y religiosos, la  influencia que el mar, los rituales y los dioses ejercen en sus vidas, etc.


El primer largometraje dirigido por Glauber Rocha es, además, uno de los referentes obligados en cualquier crónica acerca del Cinema Nuovo Brasileño; probablemente de una importancia similar a la que tiene el film “Vidas Secas”, de Nelson Pereira Dos Santos. 

Rocha es un cineasta que recorre un extraño sendero creativo, iniciado notablemente con la película que nos ocupa, para ir perdiendo a marchas forzadas, con sus siguientes largometrajes, la frescura y inventiva de “Barravento”: a este film le siguen las notables “Dios y Diablo en la Tierra del Sol, 1964” y “Tierra en Trance, 1967”, menos espontáneas formalmente, más calculadas intelectualmente y mucho más politizadas y conscientes de la “autoría” de su director, pero sólo un par de años más tarde Rocha empieza a dar muestras de un verdadero agotamiento formal con el film “Antonio Das Mortes, 1969”, y alcanza el punto más bajo de su carrera con la radical, sí, pero olvidable “La Edad de la Tierra, 1980”.



La progresiva decadencia de Rocha expone, con transparencia, uno de los aspectos negativos que puede conllevar el auto-adjudicarse uno mismo la etiqueta de “autor” cinematográfico, etiqueta que, por lo demás, sólo unos pocos han sabido defender, a lo largo y ancho del globo y a lo largo de la Historia del cine, de forma apropiada: la eclosión de los Nuevos Cines alrededor del mundo no propició únicamente el parto de grandes directores, también dio pie a no pocos creadores mediocres que eran capaz de aniquilar cualquier sentido de la narrativa con tal de parecer “originales” y “creativos”.
En todo caso, “Barravento” es un excelente film, poético, pero al mismo tiempo con un coherente sentido de la narrativa: hay un hilo argumental que el espectador sigue sin excesivos problemas, pero eso no impide a Rocha concebir cada secuencia de una forma muy particular. Lo primero que sorprende es el desarrollado sentido de la musicalidad cinematográfica que exhibe el director brasileño, ligado tanto al uso de músicas folklóricas que definen la cultura que visualiza, como al ritmo de montaje que imprime a las imágenes que relaciona con las mismas. Una de las principales intenciones de Rocha es, indudablemente, la de dar forma a un film profundamente brasileño, que hable, de forma sugerente, de las raíces de un pueblo: el mestizaje racial (fruto de la previa colonización), el uso de rituales mágicos que tienen la finalidad de depurar el espíritu de una persona, el misticismo, la necesidad de que exista el progreso dentro de los restringidos márgenes de una sociedad con costumbres muy arraigadas, etc.



Glauber Rocha crea unas poéticas imágenes para su película, que recuerda en algunos momentos a “Tabú”, una de las grandes películas de Friedrich Wilhelm Murnau, centrada en la vida en una pequeña isla haitiana, y que narraba la trágica historia de amor prohibido que vivían sus principales protagonistas. Las imágenes y la música, conviene insistir en ello, son las principales razones de ser de “Barravento”, que deja de lado en gran parte de su metraje el uso de diálogos entre los personajes.
Cuando los dos antagonistas masculinos de la narración se enzarzan en una pelea, Rocha filma la situación de forma profundamente simbólica: no es una pelea “real”, en la que lo actores “simulen” los golpes que se propinan mutuamente, sino que, directamente, el realizador concibe una simulación asumida, en la que los luchadores esquivan los golpes y se mueven ágilmente al ritmo de la capoeira, un tipo de lucha que más bien es una forma de expresión, ya que igual de importantes en ella son la faceta musical y de expresión corporal, la faceta oral y la faceta tradicional. Este aspecto formal quedará más desarrollado en posteriores películas de Rocha, como las citadas “Dios y Diablo en la Tierra del Sol, 1964” y “Tierra en Trance, 1967”: en ambas, las peleas son visualizadas como si de una lucha entre fuerzas antagónicas (que entran directamente en el territorio del mito) se tratara. Uno de los dos personajes femeninos importantes de la película es una chica joven de piel blanca fruto del amor entre un hombre blanco y una mujer negra, y a la que se somete reiteradamente a rituales mágicos y purificadores en forma de danzas impulsadas por ritmos obsesivos que sumergen a sus participantes en trances mentales. Momentos en los que el ritmo de montaje de los planos y la iluminación especial del rostro de la chica a purificar (con luces tamizadas pero directas al rostro de la actriz, que expresan la turbación interior del personaje y al mismo tiempo configuran una atmósfera visual mágica y embrujadora) se revelan tan importantes como la propia música.



“Barravento” es una de esas películas un tanto esquivas para el crítico, ya que su fuerza poética, nacida del poder de las imágenes de Rocha, es difícilmente trasladable a meras palabras: hay que verla, y además con una mirada limpia de prejuicios cinematográficos anclados en las tradiciones narrativas imperantes en el cine mundial, hoy igual que ayer, o quizá, y debido a la globalización, más que ayer.
No abunda el cine puro, ni dentro de los pequeños márgenes del cine brasileño, ni en los mucho más grandes de los países más importantes en lo que a industria cinematográfica se refiere.

LA NOCHE ES NUESTRA (WE OWN THE NIGHT, 2007, JAMES GRAY)

Título Original: We own the night
Año: 2007
Nacionalidad: Estados Unidos
Duración: 117 min.
Director: James Gray
Guión: James Gray
Actores: Joaquin Phoenix, Eva Mendes, Danny Hoch, Robert Duvall, Mark Walhberg, Alex Veadov.


SINOPSIS: Robert Green, el encargado de un club nocturno de Brooklyn, recibe una propuesta de la mafia rusa para convertirse en distribuidor de una nueva droga. Enterados del turbio asunto, dos policías, Burt y Joseph, respectivamente padre y hermano de Robert, alertan al joven del error que puede cometer manteniendo contactos con esos individuos y al poco llevan a cabo una redada en su club, en la que resultan detenidos varios rusos, entre ellos el peligroso Vadim Nezhinski. Los amigos de Vadim organizan una emboscada a Robert y su padre, escoltados por la policía, y Burt muere trágicamente. Robert decide ingresar en el cuerpo de policía con la finalidad de llevar a cabo una venganza.


La tercera de las cuatro películas dirigidas hasta la fecha por James Gray, tras “Cuestión de sangre” (Little Odessa, 1994) , “La Otra Cara del Crimen” (The Yards,  2000), y la todavía no estrenada en España "Two Lovers, 2008", es también la más intensa. Los excelentes títulos de crédito, que muestran un conjunto de fotografías en blanco y negro que trazan un pequeño recorrido por la trayectoria del cuerpo de policía de Nueva York (ese que adopta como lema la frase “we own the night”), son seguidos por una enérgica secuencia, estilizada y elegante, al son del “Heart of glass” de Blondie (canción que en la actualidad vive una reivindicación cinematográfico a cargo de directores de lo más diverso: el catalán José Luís Guerín la emplea en una excelente secuencia de su última película, “En la Ciudad de Sylvia, 2007”, y el norteamericano David Lynch en un reciente anuncio de TV), que perfila el ambiente en el que se mueve y la vida que vive el protagonista de la película,  Robert Green (excelente Joaquin Phoenix) , acompañado por su bella novia Amada Juárez (Eva Mendes). Existencia marcada por la superficialidad y las falsas apariencias (aspecto resaltado visualmente en la siguiente secuencia en la discoteca, mediante un travelling lateral que recorre a lo largo un espejo en el que se hallan reflejados los clientes sentados a una barra del local, es decir, un movimiento de cámara que recorre la apariencia de esas personas). Los títulos de crédito y la primera secuencia del film, montados consecutivamente, señalan la intromisión que un cuerpo de represiones individuales como es el policial ejercerá en la vida en plena libertad de Robert. Intromisión que vendrá condicionada, en primer lugar, por la pertenencia, en importantes cargos, de Burt y Joseph, respectivamente padre y hermano de Robert, al cuerpo de policía; y en segundo lugar, por los trágicos sucesos que sacudirán las existencias de Robert y su familia en el devenir narrativo de la película. 


El talento de Gray queda reflejado en la habilidad con la que el realizador maneja un guión que se adscribe a la más pura tradición del thriller norteamericano (y cuyos personajes habituales, mafiosos y agentes de la ley, directores como Coppola, Scorsese, Michael Mann y muchos otros, llevan años retratando como si de “unidades familiares” se tratara, con todo lo que ello comporta), pero sobre todo por su capacidad visual, su sólida dirección de actores y otros aspectos que intentaremos concretar seguidamente.

Gray establece mediante el uso del color y el vestuario el contraste existente entre Robert y el resto de su familia. Robert y su novia visten, durante parte de la película, sendas prendas rojas, erigiéndose este color en símbolo de su libertad personal. En cambio, su padre y su hermano tienden a una indumentaria presidida por la sobriedad estilística, cuando no directamente a la impersonalidad que les brinda el uniforme oficial del cuerpo de policía del que forman parte.
La secuencia que muestra a Robert rodeado de policías y familiares de los mismos, en una celebración del cuerpo de policía, deja bien claras una sobriedad y, no nos engañemos, un conservadurismo en la forma de vivir de “los demás” (ejemplificada en parte por vestuarios más sobrios que los que acostumbran a vestir Robert y la gente propia del ambiente nocturno por el que este acostumbra a moverse) que no casan en absoluto con las ansías de libertad del joven.


Más importante es la progresión dramática que se marca Gray con el color rojo una vez Robert sufre un trágico golpe en su vida que le mueve a ingresar en el cuerpo de policía: el personaje viste un característico traje de agente policial, pero una gran tela roja está situada tras él mientras se le toman las fotografías de ingreso en el cuerpo. La sobriedad de Robert es aparente, y su cambio personal viene determinado no por un acto voluntario de redimir sus pecados personales, sino por la voluntad de llevar a cabo una venganza amparándose en la ley. El color rojo tiene, a lo largo del metraje, un uso dramático relacionado, principalmente, con el personaje de Robert.

En el uso del espacio, Gray también se revela hábil y coherente; ej: 1) El padre y el hermano de Robert, junto a otros hombres del cuerpo policial, buscan, en el marco de una iglesia, la redención del rebelde joven; un espacio que lleva aparejado un concepto moral de las cosas que alguien como Robert está muy lejos de tolerar; 2) Robert entrando en un campo de trigo, al que previamente se le ha prendido fuego, a la caza definitiva del causante de sus desgracias. El espacio ocultará a todos los restantes miembros del cuerpo de policía la acción vengativa de Robert (consentida y aceptada, aunque no presenciada, por todos sus compañeros del cuerpo de policía) y además será empleado por el director con evidentes intenciones atmosféricas y simbólicas (el humo que emerge del trigo deviene símbolo de la niebla emocional que empaña la percepción del protagonista).


Asimismo, la breve incursión de Robert, como infiltrado de la policía, en el antro dónde trabajan la droga los traficantes, se ve reforzada por elementos de atrezzo: un mechero, que devendrá objeto capaz de desviar a Robert de su elección vital: vivir libre, y además será el catalizador de la violencia que se apoderará de esta secuencia; y más interesante desde el punto de vista de la planificación, el uso de la mascarilla que lleva el protagonista, ocultándole parte del rostro, que permite al director acortar la escala de los planos de forma justificada, de tal manera que solo los ojos de Robert (su mirada) serán los que transmitirán al espectador la creciente tensión del personaje ante los turbios manejos de los traficantes.

Ese mismo uso de los planos cerrados reaparece con fuerza en la secuencia de la persecución bajo la lluvia, en la que James Gray combina este tipo de encuadres (en este caso de Robert al volante de un coche) y los correspondientes contraplanos desde el punto de vista del personaje, que muestran de forma sugerente el muy violento asedio, a Robert y a los coches de escolta policial que le acompañan, llevado a cabo por los traficantes. La abundante lluvia que cae sobre el parabrisas del coche es empleada por Gray como si de un desenfoque de la imagen se tratara, logrando transmitir al espectador con este elemento la tensa y inquieta percepción visual, debido a la falta de visibilidad, que del acontecimiento tiene Robert.


Lo dicho hasta el momento hace referencia a una pequeña parte del trabajo formal de James Gray en esta película; desde luego, se podrían mencionar otros aspectos o ampliar los mencionados, pero ello requeriría de mucho más espacio y tiempo.

Hasta la fecha, los tres films de Gray evidencian el interés del realizador por los senderos morales que transitan sus personajes, pero el director no juzga a sus personajes ni evidencia cual es el camino recto a seguir por los mismos, simplemente empuja a sus protagonistas a emprender turbios trayectos de carácter moral que ponen en tela de juicio el propio funcionamiento de las leyes y la moralidad de las personas en situaciones extremas. En el caso que nos ocupa, la policía centra parte importante del discurso temático de la película, actuando como una gran familia, cuyo mecanismo interno no resulta muy distinto al propio de las familias mafiosas, posicionándose sus integrantes en un nivel moral superior al resto de ciudadanos y encubriendo cuando se tercia las turbias decisiones tomadas por sus miembros.