lunes, 19 de noviembre de 2018

MARTIN SCORSESE. EL BULEVAR DE LOS SUEÑOS ROTOS (NOVEDAD EDITORIAL)


Hace escasos días que he autopublicado en Amazon, a través de su servicio KDP, una monografía de más de dos mil páginas sobre la obra del cineasta italoamericano Martin Scorsese. Se trata de un estudio, prolijo y minucioso, que analiza tanto los 24 largometrajes que el realizador ha logrado concretar hasta la fecha, como sus numerosos cortometrajes, documentales, videoclips, anuncios publicitarios y trabajos para televisión. Además, en sus páginas se presta una especial atención a las diferencias que existen entre los materiales literarios que Scorsese ha adaptado a lo largo de su carrera y sus respectivas versiones cinematografícas y se valora el papel que cada una de las canciones que ha llegado a utilizar —y son cientos— desempeña en el particular contexto en el que las utiliza. Todo ello sin olvidarme de su considerable labor como productor de películas para otros realizadores o de su puntual participación como actor en films ajenos o propios. A modo de adelanto editorial presento a continuación la introducción del libro, que los compañeros de la revista digital Transit: cine y otros desvíos publicaron varios días atrás. Al final de su lectura el lector podrá encontrar un enlace a un capítulo, el de Casino, que ofrezco completo en formato de descarga directa.



https://www.amazon.es/Martin-Scorsese-bulevar-sue%C3%B1os-rotos-ebook/dp/B07K645SQ9/ref=sr_1_1?ie=UTF8&qid=1542630134&sr=8-1&keywords=oscar+navales


MARTIN SCORSESE. EL BULEVAR DE LOS SUEÑOS ROTOS (INTRODUCCIÓN)

Idiosincrasia profesional de Scorsese
Con una habilidad indiscutible y un irreprochable conocimiento de los mecanismos de su profesión, Scorsese ha conseguido en las dos últimas décadas compaginar las películas de índole más personal con los encargos de naturaleza más comercial. Pero también, y por encima de todo, que gracias a su decidida implicación en aquellos proyectos que son susceptibles de ser clasificados dentro del segundo grupo —Kundun (1997), Al límite (1999), Infiltrados (2006), Shutter Island (2010), La invención de Hugo (2011)— esos trabajos hayan terminado siendo tan decisivos para su filmografía, o incluso más, que los que pertenecerían al primero —Casino (1995), Gangs of New York (2002), El aviador (2004), El lobo de Wall Street (2013)—. Una buena prueba del inusitado equilibrio que se da entre ambas tendencias la constituye el hecho de que, durante esos veinte años, tan sólo las tibias recaudaciones obtenidas por Kundun y Al límite —al menos en Estados Unidos— permitirían hablar de sendos fracasos comerciales. A partir de esas dos películas —y hasta el reciente y (previsible) ninguneo en taquilla de Silencio (2016)—, y a pesar de los elefantiásicos presupuestos que ha manejado en ocasiones, el realizador ha demostrado ser uno de los pocos con auténtica capacidad para armonizar autoría y comercialidad sin morir en el intento. Empero, que Scorsese haya conseguido adaptarse a las circunstancias y sortear los condicionantes mercantiles no ha significado, ni mucho menos, que su cine se haya vuelto complaciente y/o falto de valor artístico. Más bien al contrario. De haberse estandarizado o institucionalizado, lo ha hecho en el mejor de los sentidos, instaurando un modelo (o género) scorsesiano en la misma medida en que antes han existido uno hitchcockiano, bressoniano o felliniano.

Gangs of New York y Silencio, dos de las propuestas más personales de Scorsese



Por mucho que algunos puedan ver en ello una especie de conflicto o contradicción, el italoamericano ha logrado convertirse él mismo, a imagen y semejanza de lo que a este respecto se dice en Un viaje personal con Martin Scorsese a través del cine americano (1995), en una suerte de contrabandista: ha alcanzado un dominio tan sofisticado de su profesión que, a pesar de que se le conoce por ser un autor, puede ser tomado en ocasiones —a mi juicio de modo erróneo— por una especie de sólido, resolutivo y esporádicamente creativo artesano. Sin embargo, algunos de sus films más recientes arrojan nueva luz sobre otros anteriores y también sobre unos métodos de puesta en escena a los que se ha mantenido fiel durante toda su carrera. De hecho, a lo largo de su filmografía ha sido capaz de ir solapando sus intereses narrativos, de película en película, hasta ir moldeando una suerte de héroe (o antihéroe) que le es indisociable: si por algo se caracterizan sus protagonistas, más allá de que en ocasiones unos y otros sean antitéticos, es por poseer una determinación a prueba de bombas: esto es así desde la noble Alicia de Alicia ya no vive aquí (1974) hasta el mucho más ruin Jordan Belfort de El lobo de Wall Street. Aunque entre dichos extremos, y dejando a un lado al psicopático Max Cady de El cabo del miedo (1991), es posible encontrar una rica gama de grises —es decir, una variada galería de personajes situados en una hipotética posición intermedia—, lo verdaderamente interesante es que, a pesar de los pesares y estén más o menos inspirados en la realidad, ninguno de ellos ha empujado nunca a su cine hacia el maniqueísmo. Si se le preguntara (o reprochara) algo al respecto, tal vez Scorsese no dudaría en apropiarse de las palabras que Octave (Jean Renoir) pronunciaba en un determinado momento de La regla del juego (1939), dirigida por el propio Renoir: “Ojalá desapareciera en un agujero. No tendría que separar el bien del mal. Lo más terrible es que todos tienen sus propias razones”. Aunque lo cierto es que él mismo ha sabido resumir y/o defender su postura, poco dada a lo reverencial o a lo condescendiente, cuando así lo ha creído oportuno: en el documental À la recherche de Kundun avec Martin Scorsese (1998), de Michael Henry Wilson, declara que “no rueda para causas”, sabedor de que estas, al fin y al cabo, suelen ser transitorias. Y en uno de los extras que acompañan a la edición española en Blu-ray de El lobo de Wall Street, titulado La manada de lobos, dice tanto que “lo difícil es mostrar eso con sinceridad sin hacer ningún juicio de valor”, en referencia, claro está, a la poco ética actitud que exhiben los personajes de esa película, como que Belfort y sus compinches “somos tú y yo y tal vez si hubiéramos nacido en otras circunstancias, habríamos acabado haciendo las mismas cosas. Se trata de enfrentarse, de reconocer esa parte de nosotros mismos, que forma parte de nuestra humanidad común”.

Scorsese evita una mirada maniquea hacia personajes tan despreciables como los de El lobo de Wall Street

Cineasta verdaderamente prolífico —en el momento de escribir estas líneas cuenta con más de 50 proyectos a sus espaldas, trayectoria a la que cabría sumar sus inquietudes como actor, productor o, de forma muy especial, preservacionista del cine americano (The Film Foundation) o mundial (World Cinema Project): su tarea como rescatador de la memoria histórica del séptimo arte es admirable y su fe y convicción en el cine absolutos—, es a partir sobre todo de Kundun cuando el recibimiento y la consideración que obtienen sus películas se antoja tremendamente dispar, lo que no impide que su figura se haya mantenido en el tiempo como una de las más indiscutibles e influyentes del cine contemporáneo. Mal que pese a algunos, el conjunto de su obra se encuentra mucho más replegada sobre sí misma de lo que pueda dar a entender un vistazo superficial a sus trabajos menos apreciados o conocidos, dándose la circunstancia de que algunos de ellos, sin ser especialmente relevantes desde un punto de vista cinematográfico, sí son tremendamente esclarecedores desde uno biográfico. El desencanto experimentado por el cineasta tras el fracaso artístico y comercial de La última tentación de Cristo (1988), circunstancia que hasta cierto punto le dejó sumido en una especie de encrucijada profesional, no le hizo perder un ápice de su ilusión ni tampoco de su talante irreverente —y en ocasiones iconoclasta—, más bien se diría que avivó por completo su interés por el riesgo creativo, convirtiéndole con el paso de los años en un realizador extraordinariamente versátil y todoterreno, pero también, y tal vez esto sea lo más importante, tremendamente coherente. En su filmografía no existen los proyectos fáciles o sencillos más allá de la ramplonería de Boxcar Bertha (1972), y lo cierto es que a partir de su definitiva consagración con Toro salvaje (1980) la aparente diversificación genérica que experimenta su obra no le ha impedido ser un creador inusualmente fiel a unos determinados planteamientos estéticos y narrativos que se han visto prolongados hasta sus últimas y notables piezas, El lobo de Wall Street, el episodio piloto de Vinyl (2016) o Silencio

La última tentación de Cristo supuso un fracaso para Scorsese


Si bien la envergadura de su cine no ha dejado de aumentar desde Uno de los nuestros (1990) —en todos los aspectos imaginables: presupuestos, ambición narrativa, amplitud de los elencos— y su arquitectura visual no sólo no se ha resentido sino que se ha ido refinando —a pesar del terreno que ha ido ganando su incuestionable gusto por la fragmentación narrativa: de los 788 cortes de montaje de El rey de la comedia (1982) a los 2.702 de Infiltrados hay todo un mundo… y apenas media hora de diferencia—, no me cabe duda de que el corpus artístico de Scorsese está muy lejos de ser un compartimento estanco: en él se dan unos abundantes y muy satisfactorios vasos comunicantes que permiten descubrir unas ramificaciones tan coherentes como apasionantes. Cuando acepta proyectos de encargo, el cineasta sabe ser resolutivo y eficaz sin por ello abandonar su inventiva y personalidad. La prueba de que su cine nunca ha sido un arte prefabricado o industrializado la constituye el hecho de que, con frecuencia, es posible encontrar en él altas dosis de talento, razón por la que algunas de sus obras merecen ser respetadas incluso cuando sus resultados no son los esperados: por ende, sus traspiés no se van a escamotear en las siguientes páginas. Merecen ser tenidos en cuenta porque, al menos en mi opinión, los mejores artistas (cinematográficos, literarios, musicales o de cualquier otro tipo) son aquellos capaces de tomar riesgos y de mancharse continuamente las manos despreciando y desafiando el fácil y cómodo conformismo que, hoy por hoy, incluso salpica a un importante crisol de creadores instalados en los márgenes de un cine de autor progresivamente menos apasionante y, lo que es peor, peligrosamente elitista. Scorsese está en otra división, la de los cineastas sin tapujos, la de los auténticos transgresores, y es desde hace muchos años un maestro consumado en su arte.

Martin Scorsese, uno de los grandes cineastas contemporáneos

Constantes de su cine
En primer lugar, y como corresponde a cualquier cineasta-autor que se precie, la filmografía de Scorsese gira siempre en torno a una misma serie de temas, personajes y obsesiones. En su caso particular, además, el término ‘girar’ tiene unas connotaciones especiales: el grueso de sus proyectos, tanto en el terreno de la ficción como en el del documental, se caracteriza por su construcción narrativa circular: el realizador acostumbra a regresar al inicio del relato o a cerrar este de forma un tanto hermética. Pero al margen de esta constante, que iré desgranando a lo largo del libro, lo primero que salta a la vista es el prototipo de personaje por el que siente especial querencia, prescindiendo casi siempre de los arquetipos o de los estereotipos. Ya sean de extracción humilde o de clase social más alta, el individuo scorsesiano por excelencia es aquel que sigue un impulso irrefrenable, lo que generalmente se traduce en un grado de determinación u obcecación que raya en lo obsesivo. Estrechamente relacionadas con lo anterior cabe ver otras dos tendencias: la proliferación de individuos con una marcada inclinación hedonista y su desesperada persecución del sueño americano. Aunque el primer factor no es siempre indispensable, la cultura del éxito es un tema capital en el cine de Scorsese —uno de los principales junto a otro que tal vez lo define mejor y engloba a todos los demás: la persecución de unos sueños (de todo tipo y condición) que muchas veces se revelan inalcanzables o que, por el contrario, condenan a su propietario a la infelicidad: esto es seguramente cierto para todos sus personajes, incluidos Hugo y el Dalai Lama, con la única salvedad, probablemente, del psicópata Max Cady—, y un determinado discurso acerca de este asunto atraviesa su filmografía de punta a cabo, casi siempre asociado a un claro sentimiento de “rise and fall” —esto es, “auge y caída”, o, si se prefiere, “auge y decadencia”— de Norteamérica. Ello no implica que el cineasta emita algo así como juicios morales sobre las metas que anhelan sus protagonistas, lo que paradójicamente no ha impedido que algunos espectadores puedan experimentar  dilemas o incluso sentirse ofendidos por las acciones que mejor les definen. Para él, en mayor o menor medida, casi todos son esos “ricos que, al fin y al cabo, son pobres con dinero” a los que Frankie (Phil Silvers) se refería en un determinado momento de Coney Island (1943), de Walter Lang, o, al menos, si no lo son todavía, sí son claros aspirantes a serlo. Para bien o para mal, y como ya he dicho antes, no creo que Scorsese haga uso alguno del maniqueísmo o de la demagogia.

Jordan Belfort y el Dalai Lama, dos personajes antitéticos que comparten una determinación a prueba de bombas



Sin embargo, su obra no ha prescindido, ni mucho menos, del contenido político: aunque este asunto es mucho más explícito en sus primeros cortometrajes y largometrajes, a partir de un determinado momento las preocupaciones políticas y sociológicas del realizador se manifiestan de forma más evidente en sus documentales —y mucho menos, o nada en absoluto, en sus ficciones—, razón por la que, dentro de su obra, es posible tender una serie de puentes entre ambos géneros. De hecho, la cuestión de la inmigración forzosa, tan próxima a él a causa de sus raíces familiares, está mucho más presente, de forma más directa o tangencial, en trabajos como Mi viaje a Italia (1999), The Neighborhood (2001), Lady by the Sea: The Statue of Liberty (2004) o A Letter to Elia (2010) que en el grueso de sus ficciones, de las que tal vez el ejemplo más paradigmático sea Gangs of New York. Otro asunto central de su filmografía lo constituyen, sin duda alguna, los conflictos de identidad, que casi siempre adquieren la forma de un proceso de alienación que, experimentado por muchos de sus personajes, caracterizados con frecuencia por su ausencia de integridad moral o de entereza psicológica, queda estrechamente vinculado, en ocasiones, al extremo aislamiento y soledad que padecen así como determinado (casi siempre) por una convicción que les lleva a actuar de una determinada manera aunque eso signifique tener que ir a contracorriente de la moral (o inmoralidad) establecida: por ende, dentro de ese particular esquema, y tal y como el lector podrá ir descubriendo, la mentira y el fingimiento devienen herramientas comunes. Dicha determinación, que es sin duda una de las piedras angulares de su cine, se ve también extendida a sus documentales (sus retratos de Dylan, Harrison y Kazan) y en un determinado momento de su carrera le permite afrontar una clara deriva psicologista (en el buen sentido de la palabra) de su relato cinematográfico, como bien demuestran El aviador, Infiltrados, Shutter Island o La invención de Hugo. Buenos o malos, ‘reales’ o ‘ficticios’, la mayor parte de sus personajes han compartido siempre un mismo sueño de ascensión social. Identidad y alienación son, por cierto, dos aspectos clave de otros cineastas contemporáneos fundamentales: David Lynch, David Cronenberg y Werner Herzog, si bien cabe decir que este último suele hablar antes de individuos anómalos o singulares que no necesariamente de alienados.

El Howard Hughes de El aviador (arriba) y el Teddy Daniels de Shutter Island (abajo) acusan graves problemas psicológicos

Un vasto y fructífero territorio musical
Scorsese es, qué duda cabe, un gran amante de la música. De hecho, puede decirse que su propia educación sentimental se encuentra en buena medida enraizada tanto en la música de su época como en la de otras pretéritas. A lo largo de veinticuatro largometrajes (y con la única excepción de sus dos primeras películas religiosas, La última tentación de Cristo y Kundun, que tan sólo utilizan música expresamente compuesta para ellas; Silencio, que inicialmente iba a contar con una banda sonora de Howard Shore, ha terminado siendo un caso diferente) ha recurrido a centenares de piezas de muy diferentes estilos y épocas, y son verdaderamente escasas las ocasiones en las que su puntillosa selección de canciones o de temas instrumentales no contribuye de manera decisiva a articular ideas, insinuar o describir aspectos o sentimientos agazapados de los personajes, aportar un efecto distanciador respecto de lo que sucede en pantalla —lo que en ocasiones equivale a ironizar sobre el cariz que toman ciertas situaciones—, dar un cierto valor metafórico o proporcionar un determinado tono, ritmo, sentido o incluso espesor dramático a las imágenes, ya sea con evidentes fines contrapuntísticos (Uno de los nuestros, Casino o Vinyl) o con la voluntad de inducir un determinado estado de ánimo en el espectador (Taxi Driver [1976], Kundun o Shutter Island). Rara es la vez en que la música se limita a ejercer de mero adorno o a contextualizar simplemente una determinada época histórica. A este respecto cabe recordar la reconocida y decisiva influencia que para el cineasta supone el uso que William A. Wellman hace de la música en su excelente film de gánsteres El enemigo público (1931), o, en una línea un tanto diferente, el partido que Kenneth Anger extrae de ciertas piezas en Scorpio Rising (1964), asunto del que él mismo habla tanto en el documental Un viaje personal con Martin Scorsese a través del cine americano como en el libro Mis placeres de cinéfilo. En este último dice lo siguiente: “La música popular posee un potencial tan grande que puede dar a las películas una fuerza y un dinamismo que de otro modo se echarían en falta. Uno de los ejemplos más impresionantes se encuentra en El enemigo público, en la que William Wellman escogió música de la época en lugar de una partitura orquestal. Está, en particular, ese sempiterno estribillo de I´m Forever Blowing Bubbles (1919) —de James Kendis, James Brockman y Nat Vincent—, que acaba creando una sensación de ironía glacial, en la medida en que acompaña sin cesar imágenes de una terrible violencia”. Sintomáticamente, en su primer cortometraje, Vesuvius VI (1959), y si hemos de creer lo que de él se indica en IMDb, el italoamericano utilizó una canción, Does Your Chewing Gum Lose Its Flavour (On the Bedpost Overnight?) —algo así como “¿Pierde tu chicle su sabor (En el poste de la cama durante la noche?)”—, versión de un tema de 1924 titulado Does the Spearmint Lose Its Flavor y escrito por Billy Rose, Marty Bloom y Ernest Breuer, que muy probablemente le sirvió para un propósito no muy alejado del de Wellman. 

 En Uno de los nuestros la música juega en ocasiones un papel contrapuntístico


En cualquier caso, acerca de la susodicha influencia el cineasta también dice, en el libro de entrevistas Martin Scorsese por Martin Scorsese, que “esa mezcla de músicas diferentes inspiró la banda sonora de Malas calles y, más tarde, la de Toro salvaje”. Es este un aspecto esencial de su cine al que dedicaré un considerable espacio del libro que el lector tiene entre las manos. Aclaro en todo caso que por esa misma razón tan sólo me referiré de manera puntual, cuando lo considere oportuno, a aquellas bandas sonoras que han sido compuestas ex profeso para él: no son el objeto de este estudio porque el número de canciones y de músicas ajenas que el realizador ha llegado a utilizar es de veras enorme y a mi modo de ver mucho más interesante de analizar: gracias al talante melómano de Scorsese —la música es para él una pasión irrefrenable— y al no menos relevante asesoramiento musical, en algunos casos, de Robbie Robertson, exintegrante del grupo The Band, los tapices sonoros del italoamericano acostumbran a ser más complejos y ricos de lo que suele serlo una banda sonora tradicional cualquiera. Sorprendentemente, algunas de sus películas ‘no musicales’ (caso de Casino o Gangs of New York) presentan una acumulación de música sustancialmente mayor que la de, por ejemplo, Alicia ya no vive aquí o New York, New York (1977). En ese sentido, el film que señala la entrada en su cine de un cierto barroquismo musical es sin duda Uno de los nuestros. Cada película de Scorsese tiene su marcado y diferenciado estilo musical, y entender esta faceta de su trabajo me parece indispensable para poder valorar mejor (y en consecuencia poder disfrutarlo más) el alcance global de su cine: para descubrir, en la medida de lo posible, el patrón musical que se amaga tras cada una de sus obras se hace necesario aplicar una precisión casi quirúrgica capaz de desentrañar el sentido de cada pieza para, de esa forma, relacionarlo de la manera más coherente posible con el resto de sus compañeras de viaje. Que no le quepa duda al lector de que en la elección de temas musicales reside una de las principales herramientas expresivas del cineasta: son muchas las ocasiones en que se puede detectar un vínculo subterráneo, por lo general poco o nada aparente, entre las canciones y las imágenes a las que acompañan.

 New York, New York, un film inequívocamente musical


Por lo general, Scorsese suele utilizar la música de casi cualquier forma imaginable: si en ocasiones su uso es diegético (se justifica su fuente emisora, como ocurre con cierta frecuencia en El aviador, Gangs of New York o Vinyl, o casi siempre en Apuntes del natural [1989]), en otras lo es extradiegético (casi siempre en Uno de los nuestros, Casino —película esta en la que resulta muy difícil disociar las imágenes del valor dramático adicional que el acompañamiento musical les proporciona— o Infiltrados), si a veces los temas elegidos suscitan una lectura más o menos sencilla, en otras posibilitan una doble lectura (una más evidente y otra más agazapada), aunque, en cualquier caso, el realizador suele evitar el juego posmoderno o la cita anacrónica. Cuando esto último sucede, su precisa articulación hace casi imperceptible para el espectador la auténtica naturaleza de la operación, a diferencia de lo que por ejemplo ocurre con el Putting Out the Fire (1983), de David Bowie y Giorgio Moroder, en Malditos bastardos (2009), de Quentin Tarantino: en su caso, más que utilizar un determinado tema simplemente porque le gusta, suele hacerlo porque encuentra en él un parentesco genérico o una filiación musical, con respecto al resto de piezas que componen uno de sus films, muy claros. Si bien adapta las canciones a sus necesidades específicas (en ocasiones alterando por completo su estructura original), lo hace con conocimiento de causa y buscando siempre la máxima reciprocidad entre la música y las imágenes: la configuración de tapices audiovisuales rabiosamente personales es sin duda uno de lo terrenos más fértiles y fascinantes, además de consustancial, que uno puede hallar en el cine de Scorsese: se trata de uno de los pilares sobre los que se asienta su filmografía y su peso global dista mucho de lo meramente accesorio o decorativo o incluso de las modas pasajeras: música e imagen son para él elementos casi inseparables: si bien es francamente difícil que en una de sus películas uno se tope con eso comúnmente conocido como ‘silencio’, lo cierto es que cuando se decanta por la ausencia de música suele hacerlo por una buena razón: ver sino lo que ocurre durante las respectivas horas finales de Casino o de El aviador, cuando los sueños de los personajes parecen desvanecerse y una significativa (que no absoluta) ausencia de canciones señala un cierto baño de ‘realidad’.

En Casino el abundante uso de canciones deviene fundamental 
Una visión crítica de su cine
Como el lector ya habrá podido deducir, este no es un libro sobre la vida de Scorsese, sino sobre su obra. Por esa razón, he evitado de manera deliberada la lectura de los anteriores estudios que sobre el realizador han ido apareciendo en España, fundamentalmente porque entre mis propósitos estaba el de acercarme a sus películas de un modo si no virgen sí al menos lo menos contaminado posible por la visión que otros pudieran tener de su cine (tan solo conozco el más reciente de ellos, escrito por Tomás Fernández Valentí y que abarca hasta Infiltrados; lo leí en 2008 al poco de ser publicado por Ediciones Carena. He consultado, eso sí, las filmografías incluidas en los libros de Enrique Alberich, José Enrique Monterde y Tom Shone). Con Scorsese, al igual que ocurre con otros cineastas más o menos estudiados, existen una serie de lugares comunes que es necesario esquivar, evitar o trascender. En consecuencia, era prioritario ir más allá del formato de análisis más tradicional, que por lo general suele ser bastante reductor y en no pocas ocasiones fruto de la comodidad y/o la pereza del crítico o analista. A partir de ahí, y sometiendo a cada una de las películas a un exhaustivo análisis, metódico y riguroso, de sus fondos y formas, son múltiples los desafíos que se me presentaban.

 Toro salvaje, una de las obras clave de Scorsese


Por un lado, y este es probablemente el objetivo menos importante, valorar de forma tangencial cuál es la huella dejada por Scorsese en sus trabajos formativos —fundamentalmente como guionista o montador: ya adelanto que es casi indetectable, o, cuanto menos, escasamente relevante, razón por la que el conjunto de estos proyectos, a día de hoy, tiene un valor casi puramente arqueológico—, y, sobre todo, la que imprime cuando ejerce como productor, faceta esta donde sí es posible descubrir unos determinados intereses temáticos o incluso una clara voluntad por activar unos proyectos que mantengan en activo a algunos de sus amigos y/o colaboradores más habituales. Por el otro, ofrecer un análisis lo más justo posible, evitando caer en la mera especulación, del vuelo formal que alcanza cada una de sus obras y de cómo el corpus de cortometrajes, largometrajes —que son el principal foco de atención del volumen—, documentales, anuncios, videoclips y episodios para televisión que llevan su firma se encuentra más estrechamente relacionado de lo que uno pudiera creer inicialmente. A tal fin, el método que finalmente se ha impuesto ha sido el de ir ofreciendo un resumen argumental que, además de funcionar a modo de hilo conductor, corra siempre paralelo al análisis estético o estructural de cada una de las propuestas, una estrategia que a mi modo de ver revela de forma muy transparente en qué medida el cineasta ha sido siempre fiel a un determinado patrón narrativo que suele respetar (o imponer de algún modo) incluso cuando el proyecto es un encargo. Dado que la cuestión del ritmo es esencial en Scorsese, y la fragmentariedad narrativa deviene con el paso de los años uno de los asuntos clave de su cine, factor al que cabe añadir una indiscutible querencia por los metrajes generosos, no serán pocas las ocasiones en las que haga referencia a la cadencia de los planos. Si bien no todos los capítulos seguirán la misma y precisa estructura —a partir sobre todo de Uno de los nuestros existirá una mayor linealidad, lo que me permite preservar la claridad expositiva sin renunciar a la complejidad de las propuestas—, no me detendré a hablar de las ideas que me parezcan menos relevantes a nivel formal pero sí de aquellas que sean especialmente recurrentes y por lo tanto consustanciales a la idiosincrasia del realizador. Sin embargo, con ello no pretendo ni mucho menos condicionar la opinión del lector, sino más bien proporcionarle una serie de herramientas (o de pistas) que le permitan afrontar con garantías el visionado (o la revisión hecha con espíritu crítico) de cada una de las películas, y, sobre todo, extraer su propia y fundada opinión sobre cada una de ellas. No es este, por lo tanto, un libro escrito con el ánimo de epatar al lector. Más bien se trata de suministrarle una información, lo más completa posible, que le permita hacerse una idea lo suficientemente precisa del trabajo de Scorsese: crearse su propia visión de conjunto de quien, a mi modo de ver, pasa por ser uno de los mejores directores del panorama cinematográfico actual y uno de los pocos con la suficiente capacidad como para afrontar con similares garantías tanto las propuestas de tipo personal como los proyectos de encargo o de índole más comercial. En mi opinión, la valoración (y disfrute) de cualquier obra es inversamente proporcional a los conocimientos que su receptor pueda tener de ella. El cine del italoamericano no es precisamente uno que vaya falto de ideas y por esta razón las siguientes páginas no pretenden erigirse en sustituto de sus películas sino más bien complementar su visionado. Debo aclarar también que, siendo como soy un escéptico de la perfección artística —desconfío profundamente de su idoneidad o de su necesidad, por no hablar del peligroso síndrome crítico de la ‘obra maestra’, el cual muchas veces funciona a modo de (encubierta) campaña publicitaria—, el cine de nuestro hombre me parece necesariamente imperfecto: Scorsese es un cineasta tan inquieto como compulsivo, lo que en ocasiones genera un cierto exceso de ideas que no necesariamente benefician al conjunto de un determinado proyecto. Si bien es cierto que tiene varias obras maestras (pienso en Taxi Driver, Toro salvaje, El rey de la comedia o Uno de los nuestros; puede incluso que en El último vals [1978]) y también numerosos films que rozan la excelencia (Alicia ya no vive aquí, Kundun, Infiltrados, La invención de Hugo o El lobo de Wall Street, a los que cabe sumar el mediometraje Apuntes del natural y el episodio piloto de Boardwalk Empire (2010)), no lo es menos que parte de su filmografía cojea ostensiblemente (Boxcar Bertha ocuparía un lugar de honor entre sus tropiezos, pero en Jo, ¡qué noche!, El color del dinero [1986], La última tentación de Cristo o El cabo del miedo también se dan verdaderos altibajos de calidad; las tres primeras, muy probablemente, porque surgen en una época de incertidumbre creativa).

 El color del dinero y El cabo del miedo no se cuentan entre lo mejor de su obra
 




No me gustaría acabar esta introducción sin dejar claro que me parece escasamente profesional —aunque paradójicamente muy en boga estos días— juzgar los méritos de una película en función de unos gustos o un criterio estrictamente subjetivos. Una película puede ser objetivamente brillante, estar impecablemente filmada y no por ello gustarnos, pero eso en ningún caso debería suponer un obstáculo para apreciar la auténtica valía de un determinado cineasta u obra: encontrarse con que algunos críticos, amantes de lo fácil y lo cómodo, relativizan el alcance de proyectos sobrados de talento como Gangs of New York, El aviador, Infiltrados o Silencio porque no responden a unas determinadas expectativas surgidas a raíz de sus trabajos más conocidos y rotundos, caso de Toro salvaje o Uno de los nuestros, es poco menos que injusto. Un reto fundamental de las siguientes páginas consiste en analizar con el debido rigor los films menos estimulantes del realizador o aquellos que por determinadas razones se puedan considerar fallidos. Podrán o no gustar, pero ello no es necesariamente sinónimo de que estén mejor o peor filmados o de que sus cimientos narrativos carezcan de atractivo. Pese a quien pese, la óptica artística de Scorsese sigue siendo mucho más auténtica y honesta que la de muchos cineastas rápidamente encumbrados en festivales pero luego prematuramente olvidados. Es necesario confrontar los gustos estrictamente personales con el juicio más objetivo que proporciona un análisis riguroso y coherente. Las modas pasan, el buen cine permanece inalterable. Es por esa razón que en las siguientes páginas se tratará con la propia materia prima del cine de Scorsese, eso que la crítica especializada rehúye habitualmente pero que en el fondo es casi lo único, en cualquier forma de arte, capaz de trascender el paso del tiempo. Y en este sentido cabe señalar que no porque el trabajo de un realizador sea más complejo el resultado de uno cualquiera de sus proyectos va a ser necesariamente mejor: ver sino la apasionante irregularidad que presenta Gangs of New York. Se trata de ofrecer una deconstrucción que permita conocer a Scorsese, el cineasta, y a Scorsese, el hombre, a través de las elecciones formales y narrativas que le son consustanciales. Una completa radiografía, en definitiva, escrita desde la admiración (sin duda) y, sobre todo, desde el respeto, sin por ello rehuir el hecho contrastado de que su cine siempre ha tenido la capacidad de polarizar opiniones e incluso de ser directamente rechazado por cuestiones religiosas o morales, caso de La última tentación de Cristo, El lobo de Wall Street o Silencio.

En Infiltrados, una de sus mejores películas recientes, Scorsese utiliza las X en momentos que resultan especialmente comprometedores para sus personajes




Pequeño manual de estilo

Si el cine es un lenguaje, entonces Scorsese es uno de sus principales valedores contemporáneos, pues su filmografía se caracteriza, ya desde sus primeros cortometrajes, por la persistente articulación de una serie de recursos que en cuestión de pocos años le permitieron configurar un universo propio: es, no me cabe duda, un artista muy, muy fiel a una determinada escritura fílmica que muy probablemente puede ser calificada de manierista —sin que exista matiz peyorativo en ello— por mucho que, al mismo tiempo, su labor también puede ser entendida como la propia de un descendiente —más que legítimo— de ciertos cineastas clásicos. Lo que no impide que, a estas alturas, su figura, clave en el cine de las últimas seis décadas, también se erija simultáneamente en precursora de otras más modernas. En cierto sentido, realizadores como James Gray o, de manera más ocasional, Todd Haynes, restituyen de una forma tal vez más precisa y mimética que el propio Scorsese el ritmo del cine clásico. Como no podía ser de otro modo, no son pocos los elementos que atraviesan de manera transversal su obra y de los que resulta muy absurdo divagar sin pleno conocimiento de causa. De ellos se desprende una suerte de lenguaje codificado (eso que se conoce como puesta en escena) cuyo rigor, audacia, ductilidad y capacidad para la experimentación —que no queda exenta, eso sí, de ciertos traspiés— demuestran que nos encontramos ante un creador de primera categoría, un auténtico virtuoso de la cámara y el montaje y un artista bastante más poliédrico y polifacético de lo que aparenta.

 Scorsese, un cinesta neoclásico


Scorsese es un gran formalista y uno de los talentos cinematográficos más versátiles de su generación, alguien compulsivo, inquieto y singularmente locuaz, que no se ha privado de prácticamente nada —razón por la que su puesta en escena no suele pasar precisamente desapercibida— y que apuntala su cine en un buen número de recursos visuales que, estando a disposición de cualquiera, él ha ido incorporando desde el principio a su ADN fílmico (al menos la gran mayoría) para terminar haciéndolos suyos de una forma tan inteligente como, sobre todo, consistente. Por esa razón, este libro contiene en su interior un manual de estilo que refleja de manera insistente las principales constantes, estéticas y narrativas —así como también algunas recurrentes obsesiones visuales—, de alguien a quien, por su talante decididamente inconformista, y aunque la perfección le haya sido en ocasiones esquiva, se le deben no pocos logros a la hora de impulsar el dinamismo y la elasticidad de los movimientos de cámara, razón por la que hablaré con frecuencia de travellings, movimientos de grúa, panorámicas, barridos, zooms y otras posibilidades similares, elementos todos ellos que acostumbra a utilizar de una forma muy singular y metódica que en muchos casos le permite armonizar de manera ideal los vínculos entre el fondo y la forma. Dicho esto, conviene aclarar que el uso de cierto tipo de plano no significa, a priori, nada especial, a menos que este se repita con cierta frecuencia en la filmografía de un determinado realizador. Sólo esta repetición le concede el valor de rasgo (o figura) de estilo que merece la pena rastrear. 

Uso de ángulos picados en El cabo del miedo, El color del dinero, Gangs of New York, Infiltrados, Jo, ¡qué noche!, Kundun, La última tentación de Cristo y Shutter Island

 









Planos con ángulos picados en Uno de los nuestros



Dentro del cine de nuestro hombre es posible detectar los siguientes: el uso de ángulos picados —o, en su defecto, de movimientos ascendentes o descendentes de grúa filmados con semejante perspectiva— asociado a las situaciones de extrema violencia o a momentos en los que sus personajes (sobre todo los protagonistas) experimentan un particular estado de indefensión o de fragilidad; la identificación, total o parcial, del punto de vista de la cámara con el de sus protagonistas o, puntualmente, con el de algún personaje más secundario, una estrategia narrativa que deviene fundamental en su obra; el recurrente uso de flashes fotográficos —o, en su defecto, de los parpadeos de un proyector de cine o del estallido de unos relámpagos— para retratar el acoso que sus personajes sufren a manos de los periodistas, reflejar los efectos de un fuerte dolor de cabeza o insinuar el incipiente proceso de un recuerdo mental —acerca de esto, recomiendo el visionado del documental À la recherche de Kundun avec Martin Scorsese (1998), de Michael Henry Wilson, donde el cineasta habla de su búsqueda de una permanente “superposición de flashes” (porque para él “los flashes son como signos de exclamación” que preparan “un trasfondo inquietante para lo que va a venir”) o de su interés por obtener una ráfaga perfecta que se adecúe en su cadencia a sus intereses dramáticos: “Llevo años haciéndolo, filmando a fotógrafos desde 1979. En Toro salvaje. Los flashes son como disparos, ataques muy agresivos, insinuaciones de lo que va a suceder”. Por lo general esos destellos vienen acompañados por el peculiar zumbido que emiten los flashes al dispararse—; la práctica de cortes bruscos de montaje, que muy habitualmente se convierten en una herramienta expresiva de primer orden —el realizador ha perfeccionado cada vez más su interés por los intersticios entre las secuencias—; la presencia generalmente muy pertinente (y casi nunca forzada) de espejos, objetos que siempre introducen otra dimensión de la realidad y que permiten una lectura dramática más compleja de ciertos acontecimientos; el uso de la truca cinematográfica (fundidos, efectos de iris, sobreimpresiones, aceleraciones, ralentíes) con fines expresivos netamente clásicos: yuxtaponer dos imágenes interrelacionadas, enfatizar la presencia de un determinado objeto o de una parte del escenario, resumir de forma elíptica un determinado arco de acontecimientos; barridos de cámara que aportan una tensión adicional al montaje o que imitan el vertiginoso desplazamiento de la mirada de un personaje (o incluso de la mirada más omnisciente del propio Scorsese); o la singular y anómala forma visual con la que el cineasta presenta en ocasiones a sus personajes, ya sea al principio o en un punto intermedio de sus metrajes —me refiero, por ejemplo, al momento en que su cámara ‘descubre’ a ese Travis Bickle que ha adoptado la estética mohawk—.

 La revelación de un Travis Bickle 'diferente'




 Presentación del músico Jimmy Doyle, un personaje singular




Cabe destacar, de forma muy especial, el uso recurrente y muchas veces coincidente en su función dramática de un recurso tan poco apreciado en general, pero tan valioso en realidad, como el de la aprehensión retardada —un concepto que no debe confundirse con el de un simple raccord de acción (o elipsis, sea esta más larga o más corta) entre dos planos consecutivos, o con el de una mera entrada en cuadro de un personaje—, el cual por lo general suele comportar una cierta y deliberada confusión con el punto de vista que inicialmente se ha otorgado a una imagen, pudiendo atribuirse una visión subjetiva a la misma hasta que un determinado personaje se incorpora de forma inesperada al encuadre (por el centro o un lateral de la pantalla) provocando con ello que la toma adopte repentinamente una indiscutible objetividad —buenos y ajenos ejemplos de esta operación son el momento de La dolce vita (1960), de Federico Fellini, en que la mujer de Steiner (Renée Longarini), mirando directamente a cámara (es decir, al protagonista), abre las puertas de su casa a Marcello (Marcello Mastroianni) y Emma (Yvonne Furneaux), o las tres ocasiones (aplicadas a tres personajes diferentes) en las que Budd Boetticher revela en Tras la pista de los asesinos (1956) que detrás de la cámara se oculta alguien que espía a otros personajes sin ser visto—. Esto suele ser así por una voluntad de hacer coincidir, ni que sea brevemente, el punto de vista del espectador con el del propio personaje: en la transición (o proceso de asimilación) entre ambos estados (el subjetivo y el objetivo) es cuando se rompe una identificación que el primero tenía con el segundo con vistas (generalmente) a proporcionarle una perspectiva de los acontecimientos que en ocasiones puede comportar la incomodidad de sentirse obligatoriamente partícipe de una acción o circunstancia moralmente dudosa. En este sentido es necesario señalar que existen dos condiciones sine qua non para que la aprehensión retardada pueda existir: que el espectador no sea consciente, inicialmente, del personaje con el que se está identificando, y que el tiempo que precede a la entrada de este último en el plano sea más o menos el necesario. Si la demora es ínfima, la imagen adquiere por defecto el valor de una simple entrada en cuadro, y cabe aclarar que muy rara vez Scorsese filma meras entradas en cuadro, un procedimiento que por lo demás es completamente estándar en el cine de todo el mundo —su acostumbrado modus operandi, en todo caso, se vuelve un poco más complicado de descifrar a partir de Kundun—. En su particular caso podemos hablar de la búsqueda de una identificación temporal y parcial que, practicada con inusual insistencia, adquiere con el paso del tiempo un valor o peso dramático muy específico: cuando sus personajes ‘penetran’, por así decirlo, en un plano que carecía previamente de su referencia, suele ser porque la acción que se disponen a realizar o la decisión que la justifica está revestida de cierta urgencia o, sobre todo, de una determinación personal que reafirma en cierto modo su carácter o hace valer su resolución. Entendida de ese modo, la aprehensión retardada tiene que ver entonces —salvo contadas excepciones en su filmografía— con un momento (o momentos) especialmente decisivos en el desarrollo de los acontecimientos. Es un recurso que, aplicado a su universo, va ganando entidad con el paso del tiempo. En último pero no menos importante lugar también debe tenerse en cuenta el uso de la voz en off como método con el que adentrar de forma efectiva al espectador en la mente de sus personajes, algo que se analizará apropiadamente en películas como Malas calles (1973), Taxi DriverLa última tentación de CristoUno de los nuestrosCasinoAl límiteGangs of New York —posiblemente su único traspié en este sentido—, El lobo de Wall Street o Silencio. Como el lector podrá ir averiguando a lo largo del libro, si algunos cineastas han sido maestros de la sustracción (Bresson, Boetticher),  Scorsese lo es de la adición. Pero aunque su puesta en escena no acostumbra a ser precisamente austera, tampoco se le podrá acusar nunca de desangelado.

La aprehensión retardada en Gangs of New York





La aprehensión retardada en La edad de la inocencia





A lo anteriormente dicho cabría añadir el uso recurrente de un contrapunto humorístico que es consustancial a su idiosincrasia y se manifiesta de muy diversas formas, incluida la musical —de entre sus obras de ficción, las únicas que se saltan esta regla no escrita son The Big Shave (1967), Taxi Driver, La edad de la inocencia, Gangs of New York y Shutter Island, películas que, en todo caso, se hallan recorridas por una ironía más o menos constante e incluso un puntual cinismo, y, en un orden diferente de cosas, La última tentación de Cristo, Kundun y Silencio, films religiosos que, sin embargo, tampoco prescinden por completo de él—. La suma de todos los elementos citados le ha permitido en ocasiones alcanzar cotas artísticas verdaderamente elevadas. Nada mal en realidad para un director que iba para sacerdote. Abróchense los cinturones porque el vasto territorio scorsesiano contiene muchas curvas, velocidad y en ocasiones un vertiginoso deslizamiento cuesta abajo: ¡Jump into the Fire!

 ¡Jump into the Fire!




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