martes, 21 de febrero de 2017

INLAND EMPIRE (2006, DAVID LYNCH)


Cada cierto tiempo el cine fantástico logra reinventarse por medio de propuestas que, a su particular manera, revolucionan el lenguaje cinematográfico. Lo importante en estos casos no es tanto sorprender al espectador con eso que suele llamarse originalidad sino hacerlo por medio de una articulación formal que multiplique las lecturas que un mismo material permite. Lynch lo ha venido haciendo desde el inicio de su carrera, con obras como Cabeza borradora, Terciopelo azul o Carretera perdida, pero Inland Empire, que no necesariamente es mejor que la segunda y la tercera, es probablemente su pieza más rotunda en lo que se refiere a su compleja configuración (visual, sonora, estructural) de un mundo mental y onírico. También es la obra en la que el cineasta mejor deja entrever, especialmente a los que conocen otras ramificaciones de su obra (sus discos, cuadros o incluso ese curioso libro titulado Atrapa al pez dorado), la importancia que su afición por la meditación trascendental ha desempeñado en lo que a su relación con (y aprehensión de) la existencia se refiere.

Lynch en un momento del rodaje de Inland Empire

Es posible –y seguramente correcto– interpretar el itinerario de Inland Empire como un retorcido desvarío mental que la trastornada psique de su protagonista, Nikki Grace (Laura Dern), inventa para afrontar un determinado conflicto personal, pero quizá sea todavía más poderosa la lectura espiritual que determinados y numerosos elementos del film posibilitan. De todo ello hablo extensamente en mi reciente acercamiento a la última obra de Lynch, publicado en la revista digital Transit: cine y otros desvíos. Último eslabón de su filmografía hasta que, claro está, en mayo de este mismo año se produzca su esperado retorno televisivo al universo de Twin Peaks.



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