Cada
cierto tiempo el cine fantástico logra reinventarse por medio de propuestas que,
a su particular manera, revolucionan el lenguaje cinematográfico. Lo importante
en estos casos no es tanto sorprender al espectador con eso que suele llamarse originalidad sino hacerlo por medio de
una articulación formal que multiplique las lecturas que un mismo material
permite. Lynch lo ha venido haciendo desde el inicio de su carrera, con obras
como Cabeza borradora, Terciopelo azul o Carretera perdida, pero Inland
Empire, que no necesariamente es mejor que la segunda y la tercera, es probablemente
su pieza más rotunda en lo que se refiere a su compleja configuración (visual,
sonora, estructural) de un mundo mental y onírico. También es la obra en la que
el cineasta mejor deja entrever, especialmente a los que conocen otras ramificaciones
de su obra (sus discos, cuadros o incluso ese curioso libro titulado Atrapa al pez dorado), la importancia
que su afición por la meditación trascendental ha desempeñado en lo que a su relación
con (y aprehensión de) la existencia se refiere.
Lynch en un momento del rodaje de Inland Empire
Es
posible –y seguramente correcto– interpretar el itinerario de Inland Empire como un retorcido desvarío
mental que la trastornada psique de su protagonista, Nikki Grace (Laura Dern), inventa
para afrontar un determinado conflicto personal, pero quizá sea todavía más
poderosa la lectura espiritual que determinados y numerosos elementos del film
posibilitan. De todo ello hablo extensamente en mi reciente acercamiento
a la última obra de Lynch, publicado en la revista digital Transit: cine y otros desvíos. Último
eslabón de su filmografía hasta que, claro está, en mayo de este mismo año se
produzca su esperado retorno televisivo al universo de Twin Peaks.
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