Desde la serie Lupin (Rupan sansei, 1971-1972) hasta
su último filme, El viento se levanta
(Kaze Tachinu, 2013), Hayao Miyazaki
se ha revelado de forma continuada referente indiscutible para el cine de
animación internacional. Once largometrajes, cuatro series de televisión y
varios cortometrajes, sin olvidarnos de su labor como productor, o de su
profunda influencia en numerosas películas anime de las últimas décadas, confirman
el ingenio y la capacidad creativa de quien puede ser considerado uno de los
mejores realizadores japoneses en activo, junto a Hirokazu Koreeda y Nobuhiro
Suwa (que acostumbran a mantener cierta constancia cualitativa), pero en
todo caso muy por encima del demasiado irregular Takeshi Kitano, o del en ocasiones interesante, pero también muy a
menudo irritante, cine de Takashi Miike.
Miyazaki retratado junto a varias de sus criaturas
Clásicos del cine en general
pueden ser considerados a estas alturas films como la excelente El viaje de Chihiro (Sen to Chihiro no
kamikakushi, 2001), las notables Nausicaä
del valle del viento (Kaze no tani no Naushika, 1984), Mi vecino Totoro (Tonari no Totoro, 1988), La princesa Mononoke (Mononoke-hime, 1997), El castillo ambulante (Hauru no ugoku shiro, 2004) y Ponyo en el acantilado (Gake no ue no
Ponyo, 2008), o la divertida Porco Rosso
(Kurenai no buta, 1992), apreciable y muy personal obra del cineasta, aunque en
mi opinión inferior en resultados a las otras mencionadas.
No me cabe la menor duda de que El viento se levanta es uno de los
films clave del presente año. Durante sus ajustadas dos horas de metraje Miyazaki hace gala una vez más de su
elegancia y transparencia en la puesta en escena (de raíz clásica), de su
dominio del tempo narrativo (más reposado o más intenso según lo requieran los
acontecimientos de la historia), y de su habilidad para manejar de forma expresiva
y dramática el color y la iluminación. Aunque el grueso de películas que
componen la filmografía del realizador se ha caracterizado por la imaginación
que tiene este para describir universos fantásticos, cuando no directamente
oníricos, resulta estimulante que Miyazaki
haya decidido clausurar su filmografía con un film de registro incuestionablemente
más realista y serio, pese a que desde sus primeras imágenes y a lo largo de su
metraje se alternen con cierta constancia las secuencias que retratan las
vivencias reales de Jirô Horikoshi, un ingeniero aeronáutico, con algunas
ensoñaciones que describen las inquietudes o temores íntimos del protagonista.
Tan solo cabe lamentar que, para
la ocasión, y pese a entregar una notable última película, Miyazaki no de desmarque totalmente del grueso del cine de
animación, y se revele demasiado acomodaticio y conservador a la hora de
describir la complejidad de las emociones que conducen a su protagonista (inspirado
en un personaje real) a vivir obcecado en diseñar uno de los más mortíferos
cazas de guerra de la historia, el Mitsubishi A6M “Zero”, lo que no es
precisamente poco para un ser humano. Tal vez sea esta la única limitación importante
que impide al cineasta redondear su propuesta.
De todo ello hablo más extensamente
en la Panorámica que la revista digital Transit: cine y otros desvíos ha dedicado oportunamente al film de Miyazaki.
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