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miércoles, 6 de julio de 2011

ESTUDIO ALBERT LEWIN (6): EL ÍDOLO VIVIENTE (THE LIVING IDOL, 1957)

Título Original: The Living Idol
Año: 1957
Nacionalidad: EE.UU./ México
Duración: 96 min
Director: Albert Lewin
Guión: Albert Lewin, adaptando su novela The Living Idol
Actores: Steve Forrest, Liliane Montevecchi, James Robertson Justice, Sara García, Eduardo Noriega

Sinopsis: Durante la exploración en México del interior de una pirámide maya, en la que participan el arqueólogo Alfred Stoner y los jóvenes Terry y Juanita, es descubierta la figura tallada en piedra de un jaguar, aparentemente la representación de un antiguo dios al que le eran ofrecidos en sacrificio los corazones de víctimas femeninas. Juanita reacciona ante la figura de la divinidad con una evidente y extraña aprensión que no pasa desapercibida a los ojos de Alfred. Cuando Manuel, el padre de Juanita, fallece víctima de un imprevisto accidente, Alfred y su mujer Elena deciden ejercer de padres adoptivos de la joven, la cual los acepta a ambos con cariñoso afecto. Una vez en Ciudad de México, Alfred, quien sospecha que la chica es la reencarnación de una de las víctimas del dios Jaguar, aprovechará la cercanía con su ahijada para involucrar a esta en un experimento que logre destruir el misterioso vínculo que parece existir entre la chica y la divinidad maya.








Mujeres malditas en el cine de Albert Lewin

El ídolo viviente pone fin a la breve filmografía de Albert Lewin, y también supone el último peldaño de la hipotética trilogía (completada por las anteriores Pandora y el holandés errante y Saadia) que el realizador dedicó a personajes femeninos malditos.También se trata del tercer film del cineasta rodado completamente en color, pese a que tanto en Soberbia como en El retrato de Dorian Gray  - rodados en blanco y negro -, Lewin ya experimentaba en momentos muy concretos con su uso. Si Lewin demostró ser igual de brillante con el blanco y negro y con el color, no es menos cierto que su excelente uso de la pantalla cuadrada en sus 5 films anteriores encontró una apropiada prolongación en su última obra con el excelente partido que del formato cinemascope  - una novedad reciente en el tiempo, surgida apenas cuatro años atrás - extrajo el realizador.

La composición de encuadres panorámicos por parte de Lewin durante todo el metraje de El ídolo viviente merece ser calificada de pictórica en el mejor sentido del término: el realizador busca la horizontalidad de espacios, objetos o personajes, o construye planos con espacios cruzando en diagonal los encuadres, cuyas líneas de fuga se diluyen en el infinito, sin forzar su pertinencia o comprometer en ningún momento la fluidez narrativa del relato. La iluminación, fruto del talento del operador Jack Hildyard (responsable del incuestionable trabajo de fotografía en films como Topaz, El puente sobre el río Kwai o 55 días en Pekín), refuerza todavía más la cualidad pictórica de las imágenes, jugando con los volúmenes y los rostros, las sombras y zonas de penumbra en los espacios, o provocando contrastes entre fuentes de luz cálidas y otras más frías, de una forma que en algunos momentos recuerda al aspecto visual tan característico de los films del italiano Mario Bava.

Varias imágenes que demuestran la elegante capacidad visual desplegada por Lewin con el uso del Cinemascope







Lewin, el Cinemascope y la presentación en el film de la Ciudad Universitaria de México








Una vez finalizados los títulos de crédito, el film comienza con una secuencia que transcurre en el interior de una pirámide maya, y en ella Lewin ya deja palpable su habilidad con el cinemascope: el realizador muestra siempre a los tres personajes que aparecen en la secuencia (el arqueólogo Alfred, Terry y Juanita) compartiendo en todo momento el espacio en unos encuadres panorámicos que, lejos de comprometer la sensación de claustrofobia y agobio que deberían provocar los estrechos márgenes delimitados por las paredes, techos y escaleras de la pirámide, la potencian por completo: de forma inexplicable existe más espacio, en algunos instantes, en el interior del ataúd en el que se encuentra enterrado el protagonista de Enterrado (Buried, 2010, Rodrigo Cortés), que en esta secuencia de El ídolo viviente: ambos films comparten un formato de pantalla similar, pero el trabajo de Cortés demuestra que la mayor parte de cineastas contemporáneos no se manejan de manera apropiada con el panorámico, el cual acostumbran a desaprovechar, paradójicamente, o bien para falsear visualmente las dimensiones de un espacio muy reducido (es el caso concreto de Enterrado, un film al que probablemente le hubiera sentado mejor el tan despreciado en la actualidad formato 1:33 - también llamado cuadrado -), o bien para confeccionar abundantes primeros planos (caso bastante más extendido a nivel internacional).

En el interior de la pirámide maya, Lewin saca partido del Cinemascope, y compone planos en los que aparecen simultáneamente en pantalla tres personajes sin comprometer la sensación de claustrofobia propia del espacio




Dejando a un lado, por el momento, las virtudes plásticas del film, me parece interesante señalar la continuidad que ofrece el retrato de Juanita, principal personaje femenino de El ídolo viviente, respecto a los ya ofrecidos en las dos anteriores obras del cineasta, Pandora y el holandés errante y Saadia. Si Pandora Reynolds contemplaba con impotencia como la desgracia se cebaba con todos los hombres que la amaban, pero a los que ella no amaba, hasta la llegada a su vida de un misterioso holandés condenado a vagar eternamente por los mares como castigo por haber ofendido a Dios, en cuyos brazos encontraba la mujer su oportunidad de redimirse por el mal que había desatado; y si la joven bereber Saadia era víctima de la magia de una bruja local hasta que un médico occidental entraba en su vida dispuesto a salvarla, no se puede negar que en El ídolo viviente permanecen intactos los ingredientes dramáticos básicos que conformaban ambos films: Juanita es una joven mexicana que, según observará el arqueólogo Alfred Stoner, puede ser la reencarnación en el presente de una antigua víctima ofrecida en sacrificio al dios jaguar de los mayas. La mera visión de una figura o imagen evocadora de dicho dios provoca una intensa aprensión en Juanita, lo que lleva a Alfred a organizar toda una representación - en la que Terry, el actual prometido de la chica, jugará el decisivo papel de heroico salvador - con la finalidad de provocar una supuesta confrontación entre el dios y su víctima ritual.
La conclusión dramática del último film de Lewin, curiosamente, se encontrará mucho más cercana, en su optimismo, a la de Saadia, que no al final trágico que cerraba Pandora y el holandés errante y, en realidad, todos los anteriores films del cineasta, bastante atraído en general por la tragedia y por la capacidad (auto)destructiva de sus personajes.

El ídolo viviente es una nueva vuelta de tuerca a las obsesiones habituales del realizador, y, aunque el relato no carece precisamente de interés, y Lewin demuestre continuamente con su puesta en escena que conserva intactas sus facultades visuales (en este aspecto se pude hablar de una obra de completa madurez del cineasta), lo cierto es que no pueden pasarse por alto ciertos importantes inconvenientes que impiden que podamos referirnos a esta como de una de sus películas imprescindibles.

Algunos de los problemas de El ídolo viviente a los que me refiero derivan del film que le precede, Saadia, en el cual el realizador, pese a lograr un film verdaderamente atractivo en su conjunto, era incapaz de desprenderse de algunos hallazgos narrativos y formales previos (pertenecientes especialmente a El retrato de Dorian Gray y a Pandora y el holandés errante) que no terminaban de encajar bien en su nueva propuesta, o lo hacían de una manera excesivamente forzada.
En este sentido, cabe mencionar aquí la inoportuna secuencia (de la que hablaré nuevamente más adelante) en la que Juanita (Liliane Montevecchi) toca al piano un fragmento de los Preludios de Frederic Chopin ante la inadvertida mirada de su amado Terry (Steve Forrest). El recurso a esta música en particular pretende reforzar tanto el misterio que rodea a la chica como el sentimiento amoroso de Terry hacia Juanita. Ya sea porque los actores que encarnan a ambos personajes carecen por completo de carisma y, por consiguiente, demuestren ser incapaces de transmitir al espectador del film la necesaria intensidad emocional de la relación amorosa que les une, o porque Lewin introduce en el film la supuesta habilidad de Juanita al piano de forma más bien poco hábil, lo cierto es que la situación resulta más simpática porque revela de forma transparente algunas de las obsesiones autorales del propio realizador, que por resultar oportuna o consistente desde un punto de vista dramático.

Las deudas de El ídolo viviente con los hallazgos anteriores de Lewin no terminan con la secuencia mencionada, y aunque las reformulaciones de aquellos que se encuentran en este film siempre están impecablemente planificadas y montadas, carecen por completo en esta ocasión de la intensidad que alcanzaban en sus films previos. 
A ello hay que sumar la errónea elección de unos actores jóvenes (Steve Forrest y Liliane Montevecchi) incapaces de dotar de auténtica entidad a los personajes, y que devienen meras marionetas en las manos de Lewin, quien, eso sí, demuestra ser consciente de las limitaciones expresivas de sus interpretes, a los que dirige con prudencia, aunque no pueda evitar que por momentos estos caigan en el más completo de los ridículos: especialmente chirriante es el resultado de las dos secuencias de baile protagonizadas por la pareja, a causa de la presencia más bien poco sensual de Montevecchi y del acartonamiento físico de Forrest. Secuencias que se encuentran muy alejadas en sus resultados de aquella, que tenía lugar en Los asuntos privados de Bel Ami, en la que la pareja formada por George Sanders y Angela Lansbury derrochaban desenfado y alegría para el baile, y una innegable química al compartir planos.

Steve Forrest y Liliane Montevecchi, un actor y una actriz sin carisma y demasiado inexpresivos





Filosofía, Música y poesía
Durante mi recorrido por los anteriores films de Lewin he venido insistiendo en la indudable fascinación que ejercen en el cineasta las diversas manifestaciones culturales y/o artísticas características del ser humano: en cualquiera de sus films, es realmente fácil para el espectador tropezarse con una cita filosófica, el recitado de un poema, escuchar una canción propia del folklore de un país determinado, o un fragmento de una partitura de música clásica, oír una referencia a un escritor o poeta, ver cuadros de pintores de muy diversa naturaleza, objetos de la antigüedad descubiertos en yacimientos arqueológicos, etc. En realidad, la lista podría ser interminable.

El ídolo viviente no es ajena a esta tradición lewiniana, a la que el film rinde dócil pleitesía desde los primeros instantes de su metraje: la narración comienza con una cita de Platón, que dice aproximadamente lo siguiente: "el alma puede verse encarnada en cuerpos diversos" (traducción mía, más o menos cercana al original: "the soul can wear out many bodies"). Las palabras en cuestión introducen, de forma muy directa en realidad, el conflicto dramático central del relato: una joven mexicana llamada Juanita pueder ser la reencarnación actual de un mujer ofrecida en sacrificio siglos atrás al dios jaguar de los mayas. 
La cita, que reaparece en varias ocasiones posteriores a lo largo del metraje, cumple una función muy similar a las citas de Omar Khayyam que Lewin utilizaba en El retrato de Dorian Gray y en Pandora y el holandés errante, o a la referencia a la Biblia ("¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo si pierde su alma?") que aparecía tanto en El retrato de Dorian Gray como en Los asuntos privados de Bel Ami.

Más importante me parece el papel que juegan en El ídolo viviente la poesía y la música, en dos secuencias cuya mayor virtud es que definen de forma muy cinematográfica la psicología femenina y el turbulento interior de Juanita. Ambas secuencias beben directamente, y de forma muy evidente, de algunos destacados hallazgos visuales de Pandora y el holandés errante.
En la primera de ellas, Lewin muestra a Juanita escribiendo un poema en un rincón de la selva a poca distancia del lugar en el que su padre y Alfred llevan a cabo ciertos descubrimientos arqueológicos. Una iguana, mostrada en plano detalle en varias ocasiones, parece responder negativamente, mediante un agresivo siseo, a la inspiración romántica de la joven, la cual escribe las estrofas con el pensamiento puesto en su amado Terry. Será precisamente este último el que haga su aparición al poco de iniciada la secuencia y se acerque a hablar con Juanita. Intrigado por lo que esta ha escrito, Terry pide una lectura del poema, - el cual, sabremos ahora, se titula "Separation" -  a lo que Juanita accede acto seguido. Finalizado el mismo, Terry reacciona conmovido a las palabras de la chica, que reflejan con transparencia el desarrollo en ella de su amor hacia él.

Juanita escribe un poema de amor, titulado "Separation"...


...bajo la atenta mirada de una iguana, la cual parece reprender los sentimientos de la joven con un agresivo siseo



Hasta aquí la secuencia se desarrolla por un cauce que puede recordar convenientemente a, por ejemplo, el momento de El retrato de Dorian Gray en el que Sibyl Vane caía perdidamente enamorada de Dorian al escuchar los Preludios de Chopin que este tocaba al piano especialmente para ella. Pero es precisamente cuando finaliza la lectura del poema cuando Lewin introduce una acción, la de Juanita cantando para Terry la canción La llorona (1), que permite al cineasta una clara autoreferencia visual: mientras Terry escucha la triste y emotiva letra de la canción, los sentimientos que la misma le originan le impulsan a mirar determinados espacios del entorno que le rodea: Lewin dedica varios primeros planos a Terry observando en diferentes direcciones a su alrededor, y a continuación de cada uno de ellos introduce los correspondientes contraplanos de lo que el personaje contempla: primero, un fragmento de inmenso cielo azul enmarcado por los cuatro costados del plano por fragmentos de espesa vegetación selvática; luego, las también azuladas aguas de un lago rodeado por el follaje adyacente; finalmente, la abundante y muy espesa vegetación que se erige claramente en dueña de la selva.


Comparativa de las dos secuencias citadas en el texto que resultan casi idénticas en la forma y en el fondo:
Los personajes interpretados por James Mason (izquierda) y Steve Forrest (derecha) alcanzan algo parecido a la plenitud existencial al escuchar una música que les impulsa a contemplar diversas manifestaciones terrenales de lo Absoluto


              (1) Pandora y el holandés errante                          (2) El ídolo viviente



                                 El mar...                                                     ...y el cielo



                              O el cielo...                      ...y el agua de un lago (en la parte superior de la imagen, 
                                                                             aunque difícil de distinguir en la captura por 
                                                                      la poca calidad de la copia disponible de la película)




 También la infinita vegetación de la jungla


Ese mismo juego de planos-contraplanos, que transmite al espectador una sensación de finitud de la existencia humana, en clara contraposición a lo infinito, a lo inabarcable y extra terrenal, es exactamente el mismo que Lewin utilizaba en un momento concreto de Pandora y el holandés errante: en aquella ocasión, Hendrick van der Zee (James Mason) escuchaba extasiado, al abrigo de la noche, los Preludios de Chopin que Pandora Reybolds (Ava Gardner) tocaba al piano.
Pese a que para plasmar idéntica situación Lewin emplea en ambas películas encuadres prácticamente equivalentes, no puede negarse lo más obvio: que mientras el conjunto (idea poética + fotografía + interpretación de los actores) funciona a la perfección en Pandora y el holandés errante, en El ídolo viviente todo resulta algo deslucido: Steve Forrest (hermano del actor Dana Andrews, por cierto) es incapaz de proporcionar un alma auténtica a Terry, su personaje, y su prestancia interpretativa fracasa justamente donde el talento de James Mason triunfaba al comunicar al espectador algo que iba más allá de las propias imágenes de Lewin; es decir, que las estampas de inmensidad que contemplaban los extasiados ojos del personaje, conducido este por la música, devenían también un claro reflejo de su íntimo y desbordante amor por la mujer que alimentaba con su música al piano ese mismo sentimiento.
Lo mismo exactamente puede decirse de Liliane Montevecchi, añadiendo además que la actriz no puede rivalizar de ningún modo con Ava Gardner como encarnación terrenal de un ideal de belleza inalcanzable y casi fantasmagórico. Por otro lado, la fotografía de Jack Hildyard, pese a ser excelente, no consigue en este instante concreto transmitir al espectador la magnificencia del cielo y del mar del mismo modo en que lo lograban los planos iluminados de forma exuberante por Jack Cardiff en Pandora y el holandés errante.

El otro momento del film en el que la música juega un papel dramático importante lo encontramos en la secuencia nocturna - que tiene lugar justo después de que Juanita contemple por primera vez en el zoo de México al jaguar Balam, y este reaccione de forma muy agresiva al encontrarse ante la joven - en la que Juanita toca al piano los Preludios de Chopin. El fragmento de la pieza musical que se escucha en El ídolo viviente es exactamente el mismo que Lewin ya había utilizado anteriormente en El retrato de Dorian Gray, Pandora y el holandés errante y Saadia
Aunque quizá sea un detalle tan solo anecdótico y carente de importancia, me parece curioso destacar la alternancia sexual en los cuatro films de los interpretes de la pieza musical que, siguiendo un orden cronológico respecto a la filmografía de Lewin, quedaría como sigue: primero toca la pieza un hombre (Dorian), luego una mujer (Pandora), a continuación otro hombre (el médico francés Henrik), y finalmente una mujer (Juanita).
En cualquier caso, los Preludios de Chopin siempre aparecen en el relato para expresar sin necesidad de diálogos el turbulento interior de los personajes, en instantes en los que sus sentimientos más íntimos sufren algún tipo de transformación consecuencia de un shock previo, que en el caso concreto de El ídolo viviente, y como ya se ha indicado antes,  estaría provocado por el encuentro en el zoo de Juanita con el jaguar Balam.
La situación, en la que Juanita toca al piano la citada pieza, siendo escuchada esta por Terry, tiene a su favor en esta ocasión (así como en las anteriores) la presencia de la nocturnidad, que refuerza visualmente, gracias a la presencia de sombras y zonas de penumbra en el escenario en el que se desarrolla la situación, la sensación de que el personaje está, de algún modo, manteniendo una lucha íntima con su oscuridad interior.

Juanita y las diversas manifestaciones del dios jaguar
Es indudable que la ambivalencia narrativa desplegada por Lewin en El ídolo viviente guarda no pocas coincidencias y similitudes con la de La mujer pantera (Cat People, 1942), magistral film de terror realizado dos décadas antes por Jacques Tourneur. Los parecidos entre ambas obras no se limitan exclusivamente a determinados elementos narrativos compartidos, ni tan siquiera creo que estos sean los más importantes a señalar, pero lo que sí me parece atractivo y digno de destacar en el último film de Lewin - y que el cineasta ya trabajaba con especial interés en Saadia, su obra inmediatamente anterior - es su forma de sugerir, constantemente a lo largo del relato, la invisible pero cada vez más cierta relación que parece encadenar la existencia de Juanita con la del dios jaguar de los mayas.
A diferencia de Tourneur, Lewin no crea complejos sistemas de imágenes estrechamente vinculadas entre ellas - capaces de obsesionar por igual con su presencia a Irena, la protagonista de La mujer pantera, y al espectador del film -, sino que dosifica y espacia a lo largo del relato las supuestas manifestaciones del dios que tanta angustia y aprensión causan en Juanita. Sea como fuere, ambos cineastas podrían haber intercambiado perfectamente algunas de las ideas visuales que aportan ambigüedad a sus respectivos relatos sin que un experto fuera capaz de determinar la procedencia original de las mismas.

En El ídolo viviente, y sin voluntad por mi parte de ser exhaustivo al respecto, hay por lo menos cuatro momentos en los que Juanita reacciona de forma visceral ante lo que ella considera manifestaciones del dios que pretende devorar su espíritu. En el primero de ellos, juega un papel fundamental una figura del dios jaguar hecha con arcilla, y descubierta por Alfred en el interior de la pirámide maya al inicio del film; en el segundo, un bailarín disfrazado de jaguar para el baile pagano que tiene lugar durante las celebraciones populares del pueblo en el que vive Juanita, se acercará a la joven y escenificará delante de ella una danza que tiene no poco de agresivo y sexual; en el tercero, Alfred se vestirá de sacerdote para una de sus clases en la universidad de México, y pedirá asimismo a Juanita que se disfrace de víctima de un ritual maya, lo cual conducirá a la joven a un estado de paroxismo psicológico, - alimentado por su imaginación, que la hace experimentar por unos instantes su papel de forma muy intensa - que a punto estará de dejarla al borde del colapso mental y la pérdida del conocimiento; y en el cuarto momento que quiero señalar, y todavía más definitivo que los anteriores, Alfred propiciará un cara a cara en el zoo de Juanita con el jaguar Balam, al cual él considera la posible encarnación actual del dios maya.

Juanita contempla con horror la figura del dios maya encontrada en el interior de la pirámide


Durante las fiestas del pueblo, un hombre disfrazado de jaguar escenifica una extraña danza delante de Juanita


En una de sus clases en la Universidad de México, Alfred se disfraza de sacerdote, y pide a Juanita que se ponga las prendas características de una víctima sacrificial


El jaguar Balam reacciona de forma violenta en su primer encuentro con Juanita en el zoo de México



Cada uno de estos episodios experimentados por Juanita provocan no solo un creciente horror existencial en la joven, sino que alimentan en Alfred la sospecha de que para eliminar de la mente de su hijastra esa obsesión a un destino irrevocable y fatídico es necesario un choque violento y definitivo entre ambas fuerzas del pasado supuestamente reencarnadas en el presente. El propio Alfred se cuida mucho de creer que el temor de Juanita sea una mera invención de la mente de la chica, y así se lo expresa a Terry, el prometido de la misma, quien asimismo jugará un papel fundamental en el clímax dramático del relato - un papel de, como se dice en un momento del film, "Perseo desconocido, San Jorge ignorado", de héroe salvador, en definitiva, que impedirá a Juanita caer en las garras del jaguar -, en una representación cuidadosamente organizada por el arqueólogo, pero no por ello carente de peligro real, en la que el leopardo Balam, una vez liberado de su jaula en el zoo, será guiado por Alfred a la casa en la que este vive junto a su esposa Elena y Juanita, con la finalidad de que en ese escenario se libre una batalla entre fuerzas opuestas que tenga como conclusión la liberación definitiva del espíritu de la joven de su misterioso yugo.

Al igual que en La mujer Pantera, a la posibilidad de que verdaderamente existan unas fuerzas del mal desatadas (encarnadas en una pantera o en un jaguar) en busca de una nueva víctima a la que destruir, se opone una posibilidad más terrenal, pero no por ello más visible o demostrable de forma tajante que la anterior: cabe la posibilidad de que el caso de Juanita (como el de Irena Dubrovna en La mujer Pantera) pueda ser mejor tratado con ayuda del psicoanálisis; al fin y al cabo, las fantasías de ambas chicas pueden ser simplemente fruto de una sexualidad incipiente y caótica, pero también reprimida, que necesita ser debidamente saciada y controlada.
El conflicto, nunca resuelto del todo en ninguna de las dos películas, se cobrará la vida, como todas las batallas, de algunas víctimas: En La mujer pantera, el psiquiatra Louis Judd, - quien, al igual que Terry en El ídolo viviente, desempeña en el film de Tourneur el papel de un moderno San Juan -,  fallecerá en su combate con la pantera/Irena, y en El ídolo viviente, será Alfred el que finalmente perderá la vida en su empeño por salvar a su ahijada de las garras del jaguar, pero no sin comprobar antes con sus propios ojos como la confrontación entre Juanita y el dios parece haber concluido felizmente - con la muerte del jaguar Balam a manos de Terry - a favor de la joven.

El ídolo viviente no solo permite establecer vínculos con un film precedente como La mujer pantera, sino también con otro film muy posterior, pero también intensamente misterioso y ambiguo, como la excepcional película australiana La última ola (The Last Wave, 1977), dirigida por Peter Weir. En realidad, la película dirigida por este último comparte con los films de Tourneur y Lewin una misma adscripción a un horror cósmico de raíces muy hodgsonianas y lovecraftianas: los personajes de los relatos y novelas de ambos escritores, al igual que los de los films citados, tienen miedo de unas fuerzas malignas cuya presencia intuyen con intensidad pero cuya fehaciente realidad apenas pueden demostrar, - pues aquellas solo ocasionalmente adoptan ropajes concretos - y al final resulta muy probable (pero nunca seguro) que todo no haya sido más que el producto directo de la confusión mental o la pérdida de cordura de esos mismos personajes.

La secuencia de El ídolo viviente que más aproxima el film de Lewin al de Weir es, indiscutiblemente para mi, aquella en la que Juanita descubre, entre los diversos objetos de la antigüedad dispersos por el estudio de Alfred, una pieza de arcilla que reproduce un rostro femenino sospechosamente parecido al de la propia Juanita. En este instante del relato, al igual que aquel de La última ola en el que su protagonista, el abogado David Burton, descubría una ancestral máscara tribal que reproducía casi miméticamente sus rasgos faciales, se produce un verdadero salto al vacío de los personajes, pues el misterio en torno a la existencia y el destino de los mismos se ve aumentando exageradamente gracias a un descubrimiento que, por lo demás, resulta igual de ambiguo que todos los anteriores expuestos en cada uno de los relatos.


En una secuencia de El ídolo viviente, Alfred destaca el extraordinario parecido que un busto femenino maya guarda con la propia Juanita. Detalle que acrecienta la sensación de que ésta última es, efectivamente, la reencarnación actual de una mujer del pasado:


En La última ola, de Peter Weir, el abogado David Burton descubre, mientras explora el interior de una cueva, una máscara tribal que reproduce unos rasgos faciales muy parecidos a los suyos propios:



Los procedimientos desplegados en estas películas por Tourneur, Lewin y Weir demuestran, aparte de unos objetivos artísticos coincidentes en los tres realizadores, que el cine fantástico siempre resulta más misterioso cuando se apoya antes en la sugerencia sesgada y en la creación de atmósferas que en vistosos efectos especiales y aparatosos maquillajes.

Huellas de la autoría de Albert Lewin en El ídolo viviente

Creo haber dejado suficientemente claras, en el conjunto de escritos dedicados a los films de Lewin, las principales inquietudes formales y narrativas del realizador, pero siendo El ídolo viviente la obra que clausura una más bien breve filmografía, - compuesta por tan solo 6 películas - no me parece exagerado efectuar un repaso de las más importantes, que se hallan presentes, con mayor o menor intensidad, en todas ellas.

La implicación personal de Lewin en la confección de los guiones de sus films merece ser debidamente destacada. Ya desde Soberbia queda claro que, por mucho que el realizador se identifique con el material argumental y los personajes presentes en la novela de William Somerset Maugham, Lewin tiene la necesidad de reconducirlo todo hacia un universo personal e instrasferible: el suyo propio. Es por ello que, tanto en su primera obra como en las siguientes, ya sean estas adaptaciones de Wilde o Maupassant, o bien traslaciones a la pantalla de guiones originales del propio Lewin, la sensación que acaba desprendiéndose del conjunto es que forman un corpus fílmico muy sólido y coherente. A Lewin le interesa sobremanera la moralidad o inmoralidad de las acciones de sus personajes, y especialmente las de los protagonistas de sus relatos, y por ello mismo, aquellos que se comportan de forma egoísta y/o cínica (Dorian Gray, Georges Duroy, Charles Strickland) acaban pagando con su vida sus malas acciones, aunque esas muertes siempre adopten un cariz redentor y purificador: la muerte destruye los cuerpos de los personajes antes citados, pero estos, que han tenido tiempo de arrepentirse de sus actos, logran salvar sus respectivas almas.
Algo diferentes resultan los itinerarios de los personajes femeninos en Pandora y el holandés errante, Saadia y El ídolo viviente: en estos tres relatos, las mujeres no son exactamente culpables de sus actos, sino víctimas de una maldición o un hechizo que, solo con la ayuda de un hombre que las ame, podrán lograr destruir para continuar viviendo en paz. En el caso de Pandora y el holandés errante, el drama se desarrolla de una forma algo diferente a los dos siguientes films, ya que Pandora hallará la paz, y el fin de su desgracia, en los brazos de un hombre, Hendrick van der Zee, condenado por mandato divino por su crueldad a la inmortalidad y a vagar eternamente por el océano con un velero. Sólo cuando Hendrick alcance la redención por sus pecados en los brazos de Pandora, éste podrá morir y salvar su alma. A su vez, Pandora también morirá en los brazos del marino, - a diferencia de Saadia y Juanita, que saldrán ilesas, física y espiritualmente, de sus respectivas luchas con las fuerzas del mal - y con ello dejará definitivamente de causar la desgracia a los que la amen. Es Pandora y el holandés errante un caso único en la filmografía de Albert Lewin, ya que en este film el realizador fuerza el encuentro, de forma muy transparente, de las dos tipologías, la masculina y la femenina, a las que era tan fiel.

El gusto de Lewin por los triángulos amorosos también queda claramente reflejado en los cinco primeros films del cineasta, y aunque es precisamente en El ídolo viviente donde esta figura dramática parece desaparecer, en realidad puede decirse que la misma aparece transfigurada: tres son los personajes básicos de este relato que mezcla el cine de aventuras y el fantástico: el arqueólogo Alfred Stoner y los jóvenes enamorados Terry y Juanita. Alfred será el encargado, durante la narración, de organizar lo que él mismo llama representaciones dentro de representaciones (la clase en la universidad en la que desarrolla profusamente ante sus alumnos una historia de los sacrificios humanos, y en la que obliga a Juanita a ejercer de supuesta víctima de un sacrifico ritual; o el clímax dramático del relato, en el que Alfred libera de su jaula en el zoo al jaguar Balam para enfrentar a este con Terry y Juanita), inspirado, de forma reconocida por él, por un momento clave del Hamlet de Shakespeare.
Evidentemente, en este caso concreto no puede hablarse de triángulo sentimental, pero la concepción de la relación de los personajes como triangular será señalada en varias ocasiones por la planificación de Lewin, y por la posición ocupada por los personajes en los encuadres, como demuestran las imágenes que se encuentran debajo de estas líneas.

La importante presencia de citas (de Omar Khayyam, de Platón) en varios de sus films (El retrato de Dorian Gray, Pandora y el holandés errante, El ídolo viviente), también demuestran la importancia que la inclusión de estas tienen para el cineasta. Aunque este detalle correría el peligro de resultar meramente anecdótico, Lewin se preocupa de recordar al espectador, mediante la repetición de las citas (hasta tres y cuatro veces en el mismo film), la importancia que para la mejor comprensión del relato tienen las mismas. Generalmente, sugieren la naturaleza de los misteriosos acontecimientos que tienen lugar ante los ojos del espectador, pero sus significados jamás resultan tan concretos como para restar capacidad enigmática a los relatos: en realidad, la frecuente aparición en pantalla de esta citas para poner fin a cada uno de los films, consiguen antes prolongar la duda del espectador ante los acontecimientos que ha contemplado que despejar esta definitivamente. La que pone fin a El ídolo viviente resulta modélica al respecto: "el alma puede verse encarnada en cuerpos diversos". Si uno atiende al significado de las palabras, la conclusión del relato no puede resultar en modo alguno definitiva: Juanita ha salido indemne de su lucha con el dios jaguar, pero del mismo modo que la joven ha devenido la encarnación presente de una víctima sacrificial del pasado, y el jaguar Balam del zoo de México la enésima manifestación del dios maya, es menester pensar que la batalla entre esas fuerzas opuestas seguirá desarrollándose "ad infinitum".

El humor es otro de los aspectos que pueden pasar algo desapercibidos en las películas de Lewin, pero este se encuentra presente, en mayor o menor medida, en casi todas las películas del cineasta, y de forma especial en los primeros minutos de Soberbia, en Los asuntos privados de Bel Ami y en El ídolo viviente.
No tengo claro si Lewin, al filmar su sexta obra, era consciente de que también era la última de su filmografía, pero lo cierto es que el cineasta vincula de forma muy especial Soberbia con El ídolo viviente - cerrando con ello un misterioso círculo vital y artístico -, con su inclusión (y constante repetición) en la última de sus obras de un gag que ya tenía lugar (también en varias ocasiones) en la que daba inicio a su carrera como cineasta: Me estoy refiriendo al gag del mayordomo que, al agacharse a recoger del suelo algún objeto inadvertidamente arrojado al mismo por su amo, emitía un humorístico quejido que reflejaba el dolor que le provocaba en la espalda el gesto. Pues bien, este gag reaparece en El ídolo viviente algo así como una media docena de veces, protagonizado en esta ocasión por Elena, la esposa de Alfred, curioso personaje femenino, sin excesiva trascendencia dramática, pero cuya función como esposa del arqueólogo, prácticamente una simple chacha, no anda muy alejado de la del mayordomo en Soberbia: Elena recogerá en múltiples ocasiones los objetos que se le caen al suelo (o que este deja caer con toda la picardía del mundo) a su marido, emitiendo al hacerlo el consiguiente quejido de dolor, aunque en la secuencia final del film, en la que la mujer se agacha para recoger un objeto del suelo (un pañuelo, para secarse las lágrimas de sus ojos durante la boda de Juanita con Terry), la caída al suelo del mismo parezca estar motivada más bien por el espíritu de su marido, fallecido en la secuencia anterior a consecuencia de los mordiscos y desgarros producidos en su cuerpo por el jaguar Balam: ya lo dice el mismo Alfred a Terry, justo antes de morir, y después de instigar a los jóvenes enamorados a casarse lo antes posible, que espera estar presente en el enlace de "forma incorpórea". Terry tiene la sensación, durante la boda, de que así es, y la caída al suelo del pañuelo de Elena así parece demostrarlo: el sentido del humor del fantasma de Alfred es exactamente el mismo que este tenía cuando todavía estaba vivo.
Si, como dice Antonio Castro en su breve e incompleto repaso a la filmografía de Lewin en un artículo aparecido en la revista Dirigido por... hace ya muchos años, alguien como Luis Buñuel - en conversaciones mantenidas con el propio Castro -, apenas reconocía sentir auténtico aprecio por un par de realizadores norteamericanos, John Huston y el propio Albert Lewin, en el caso de este último quizás fuera la presencia en sus films de un humor muy especial, y en ocasiones surrealista, uno de los aspectos que más debidamente apreciara alguien como el realizador aragonés, precisamente aficionado tanto al surrealismo sin más como al humor surrealista. 
Otra muestra del humor lewiniano presente en El ídolo viviente la encontramos en el rotundo eructo que emite Juanita justo después de ingerir una saludable sopa preparada por Elena para relajar a la joven tras la fuerte impresión que supone para la misma su primer encuentro con el dios jaguar durante la exploración de la pirámide maya al inicio del film.

Y para dar por finalizado este apartado (y aclarando que en modo alguno doy por concluido el estudio de la obra de Lewin, pues soy plenamente consciente de que este podría completarse mencionando otros aspectos también interesantes que el realizador trabaja película a película) me parece oportuno referirme nuevamente, como no, a la presencia y importancia de los objetos en El ídolo viviente.
He mencionado algunos de estos objetos a lo largo del presente escrito (una figura del dios jaguar, las indumentarias de sacerdote y víctima sacrificial que Alfred utilizará para ilustrar sus palabras en una de sus clases en la universidad), pero hay otros que juegan un papel también importante en el film al dotar Lewin a los mismos de un uso inesperado, o al aumentar con su aparición la ambigüedad de la narración.
Por ejemplo, se me ocurre pensar en el momento en el que Manuel, el padre de Juanita, plantea sus dudas a Alfred respecto a si la figura poco visible que decora un objeto encontrado en la pirámide puede ser la de un jaguar. Alfred utilizará una típica tortilla mejicana, recién hecha y por lo tanto todavía blanda, para presionar con la misma la superficie del objeto con la intención de obtener una impresión de la figura: el resultado de su acción revelará que, efectivamente, la figura que decora el objeto es la de un jaguar.
Existen más objetos relevantes en el film, pero creo que el lector que me haya seguido hasta aquí ya tiene la suficiente información al respecto como para aventurarse por si mismo en su localización y análisis tanto en El ídolo viviente como en el resto de los films de Lewin.

A modo de conclusión, puede decirse que todos los elementos reiteradamente utilizados por Lewin en su obra configuran un universo cinematográfico muy controlado y codificado por el propio cineasta desde su primer film, Soberbia, hasta el último, y permiten considerar al realizador como un creador harto singular, y desgraciadamente poco conocido en la actualidad, que merecería ser ampliamente acogido por todos los amantes del cine clásico norteamericano, pero también por los amantes del cine en general, que en no pocas ocasiones parecen demasiado víctimas de las modas y corrientes pasajeras.
Cada uno de los films de Lewin, incluidos los menos logrados, atesoran más interés artístico que la mayor parte de cine que se estrena actualmente en nuestras carteleras, y por ello merecen una oportunidad que los rescate del olvido. Para ello será necesario no tan solo el interés del aficionado, sino también la edición en DVD o Blu-Ray de algunas películas del cineasta (Los asuntos privados de Bel Ami, El ídolo viviente) que todavía no han sido editadas en ningún país.

(1) La llorona es un son istmeño mexicano, característico del istmo de Tehuantepec (Oaxaca).
Se puede consultar más información al respecto en el siguiente enlace:
http://es.wikipedia.org/wiki/La_Llorona_(música)



martes, 4 de mayo de 2010

LA ÚLTIMA OLA (THE LAST WAVE, 1977, PETER WEIR)

Título Original: The Last Wave

Año: 1977

Nacionalidad: Australia

Duración: 106 min.

Director: Peter Weir
Guión: Peter Weir, Tony Morphett, Petru Popescu

Actores: Richard Chamberlain, Olivia Hamnett, David Gulpilil, Frederick Parslow, Vivean Gray, Nandjiwarra Amagula.


Sinopsis: Un grupo de aborígenes australianos cometen lo que aparentemente es un crimen cualquiera. Una noche, el abogado Richard Burton sueña con un aborigen que sostiene una piedra con símbolos tribales en el umbral de la puerta de su casa.
Poco tiempo después, Richard recibe el encargo de defender a los acusados del crimen, y uno de ellos resulta ser Chris Lee, el desconocido al que ha visto en sueños. Chris y Charlie, un anciano que pertenece a la misma tribu que los asesinos, se interesan por el pasado de Richard, y el abogado empieza a descubrir aspectos desconocidos de su ser, que se remontan a su infancia, y la extraña relación que liga sus trágicos sueños premonitorios con el asesinato que ha tenido lugar.


Peter Weir se interesó por el conflicto latente entre el comportamiento civilizado del hombre (consciente) y sus instintos primitivos (subconsciente) desde el inicio de su carrera cinematográfica, con el flojo film de temática fantástica “Los coches que devoraron París” (The Cars That Ate Paris, 1971), una curiosa versión de la novela “La Posada Jamaica”, de Daphne Du Maurier (y por consiguiente, de la versión cinematográfica dirigida por Alfred Hitchcock). Acto seguido dirigió la brillante “Picnic en Hanging Rock” (Picnic At Hanging Rock, 1975), que también indagaba en los mismos temas que la anterior, y elaboraba toda una poética fantástica encaminada a sugerir el ambiguo y sutil deslizamiento de lo incomprensible por la superficie de una realidad convencional y reconocible por el espectador.
Tras los dos films mencionados, esos aspectos agazapados, pero presentes, en el comportamiento diario del ser humano, encontraron su plasmación definitiva con la que a día de hoy sigue siendo la mejor película de Weir, la magistral “La última ola”.
Pues bien, esta película, quizá también la obra maestra del cine fantástico de los años 70, es una extraordinaria muestra del terror sugerido y de la insinuación fantástica. La película hunde sus raíces en los universos literarios descritos por escritores como H. P. Lovecraft, Arthur Machen o William Hope Hodgson, y también en el gran cine de Jacques Tourneur, del que en mi opinión tanto “La última ola” como “Picnic en Hanging Rock” se erigen en herederas directas.


El trabajo creativo de Peter Weir en la película que nos ocupa alcanza cotas realmente refinadas en aspectos como la personal y extraordinariamente sensual fotografía de Russell Boyd, la banda sonora compuesta con sintetizador y adecuada a la naturaleza de la historia y al carácter fantástico, pero sobre todo acuático, de las situaciones, un trabajo particularmente sugestivo con el sonido, un reparto modélico con actores muy ajustados a los personajes que tienen que interpretar, y por supuesto, una magnifica labor de planificación y montaje.
La película da inicio con un encuadre de características casi pictóricas, que muestra el perfil a contraluz de un aborigen en el interior de una gruta. El aborigen esta pintando un dibujo de aspecto tribal. El sonido del mar y algunos pájaros llenan la banda de sonido. Varios planos ilustran la actividad del hombre, y la secuencia finaliza con un plano detalle de un dibujo que consiste en varios círculos concéntricos pintados en blanco sobre la roca, que funde suavemente con el primer encuadre de la siguiente secuencia, que muestra un cielo despejado, y el sonido del estallido de un trueno que enlaza sonoramente ambas secuencias.

primer plano de la película:


encadenado entre el último plano de la primera secuencia y el primero de la siguiente:


Esta primera secuencia define con solidez el trabajo de Weir: la presencia del agua será una constante obsesiva que extenderá su influjo a todos los aspectos de la película, ya sean visuales o sonoros (en el caso comentado se escucha como fondo sonoro de la secuencia, sugiriendo la presencia del mar cerca de donde se encuentra el aborigen); el plano detalle de los círculos concéntricos funde con uno de un cielo azul y despejado, carente de nubes, pero en el que se escuchan truenos: una insólita (no hay nubes encapotando el cielo) lluvia torrencial estallará en breve: el aborigen y su pintura parecen tener relación con lo que va a acontecer, gracias al uso del fundido encadenado y el sonido del trueno mencionado líneas arriba.

Unos brutales estallidos lumínicos preceden a la caída de una intensa granizada, en una secuencia que parece evocar la secuencia del ataque de las gaviotas a los niños durante el transcurso de una fiesta de cumpleaños en “Los Pájaros”, de Alfred Hitchcock: unos niños y su profesora disfrutan de la hora del patio, pero al arreciar el temporal corren al interior de la escuela para protegerse del granizo. Además del citado elemento sólido, el agua vuelve a tener una presencia determinante en la secuencia, con encuadres muy concretos que la sitúan en primer término de la imagen: Un niño espera su turno para beber agua directamente de una manguera, recibiendo al momento el impacto del líquido en el rostro. Este plano, tan aparentemente banal, pone su  granito de arena, sumándose a todos los demás pequeños elementos dispersos por la película y que contribuyen decisivamente a generar la peculiar atmósfera de la película.
He comentado que algo de la película de Hitchock parece sobrevolar esta secuencia de "La última ola", y ciertamente, tanto en el film de Weir como en del maestro del suspense el terror cósmico se apodera de los personajes, y tanto en “Los Pájaros” como en la secuencia del film de Weir los niños terminan siendo las víctimas principales de los giros inexplicables que emprende la naturaleza: En la secuencia comentada de la película de Weir, un niño recibe en pleno cuello el agresivo golpe de un trozo de granizo; también ambos directores emplean picados y contrapicados con la intención de violentar formalmente la tranquilidad de una situación.

Weir y sus dos guionistas construyen un férreo guión, perfecto, controlado, y obsesivo en su estructura, uno de cuyos principales objetivos es expresar la progresiva penetración del mundo de los sueños en el contexto personal y familiar del abogado Richard Burton, un hombre con un carácter fundamentalmente racional (la elección de la profesión de abogado del personaje no es, evidentemente, casual, sirve a los fines anhelados por el director australiano, del mismo modo que la elección de la profesión del padre del protagonista: reverendo, y por lo tanto creyente en la existencia de fuerzas y poderes invisibles que condicionan la vida humana, algo que generará un cierto conflicto interior en Richard cuando comience a tener unas increíbles premoniciones) que deberá aceptar que en su interior se oculta una especie de energía ancestral que le hará entrar en contacto con el secreto universo de los sueños de los aborígenes australianos. 
Richard Burton tendrá sueños cada vez más explícitos en los que verá a un aborigen (que, como más tarde averiguará, se llama Chris Lee), cerca o en el interior de su casa, sujetando una piedra con varios símbolos pintados sobre ella (uno de ellos, el principal dibujo del objeto, resultan ser los círculos concéntricos que aparecen en el dibujo en la roca que pinta Charlie en la primera secuencia de la película).

El incidente inductor que va a cambiar la vida de Richard, es decir, un asesinato tribal que las autoridades australianas pretenden hacer pasar como un asesinato convencional, tiene lugar durante el transcurso de una secuencia extraordinaria. Billy Corman, el aborigen que ha robado objetos sagrados de su tribu, sale corriendo del interior de un bar, tambaleándose por la borrachera que lleva encima, y perseguido por unos miembros de la tribu. La persecución es enrarecida por Peter Weir con su labor visual y sonora. El instrumento australiano conocido como didgeridoo y el acompañamiento sonoro electrónico proporcionan al momento un carácter extraño y obsesivo, además de cierta ralentización sonora que apoya los ralentíes visuales y el despliegue de recursos visuales del director: la sombra de los perseguidores deslizándose por una pared; los aborígenes encuadrados junto a un excavadora cuya pala semeja una especie de garra bestial; Billy Corman cayendo al suelo de rodillas por efecto de las palabras "mágicas" de Charlie, el supuesto brujo de la tribu, mientras detrás suyo el resto de sus perseguidores aparecen iluminados de forma irreal...

TRES MOMENTOS DE LA PERSECUCION DE BILLY CORMAN

Los aborígenes junto a la "garra" de una excavadora:


Billy saltando un muro sobre un fondo negro y un rotúlo luminoso rojo que aumenta la tensión del momento:


Perfilado irreal de luz alrededor de las cabezas de los aborígenes:


Los sueños recurrentes; la presencia obsesiva del agua en los encuadres, en la banda de sonido, en la música; la repetición de encuadres y situaciones, que dotan a la película de circularidad y sugieren el carácter cíclico de la tragedia que parece va a tener lugar de forma irremediable; la sútil manera de sugerir la pertenencia de Chris Lee y otros miembros de su tribu a un mundo mágico, mediante alusiones sonoras y visuales: ahora veremos como emplea Weir todos los elementos descritos.

Repeticiones: Weir dota a su película de un particular sentido de la tragedia y de lo irremediable repitiendo situaciones y también la forma de planificar las mismas. Esas repeticiones, en algunos casos concretos, llegan a expresar que Richard está adoptando una nueva condición física o espiritual. Weir repite tres veces un encuadre determinado, y en cada una de las ocasiones este adquiere un sentido distinto, pero en directa progresión con respecto a los precedentes. En la primera ocasión, Richard está trabajando en su casa y termina por quedarse dormido con la cabeza apoyada encima de una mesa; al despertar observa a un aborigen, situado bajo el umbral de entrada al comedor, sosteniendo una piedra con forma triangular y que lleva dibujados los círculos concéntricos que pinta el viejo aborigen en la primera secuencia de la película. En la segunda ocasión en que se repiten situación y encuadre, el mismo aborigen, que se llama Chris Lee, entra “invitado” en casa de Richard, y por último, la mejor idea relacionada con esta repetición en concreto: la mujer de Richard está leyendo sentada a la mesa del mismo modo que Richard cuando tuvo el sueño en el que aparecía Chris; la mujer se gira y observa a Richard ocupando la posición que ocupaba el aborigen en aquel sueño, es decir, justo bajo el umbral de entrada al comedor. Richard no ha hecho el más mínimo ruido al entrar, quizás ya se ha convertido en “la sombra de algo real”, como le dice Chris Lee a Richard, cuando este último le pregunta acerca del significado de los sueños.
 
Aparición de Chris Lee en el recibidor de la casa de Richard, ¿realidad?¿sueño?:





Primera repetición de un encuadre anterior: Chris Lee en el recibidor de la casa de Richard, situado justamente sobre el mismo espacio que pisó en el sueño del abogado (ver imágenes superiores):


Repetición de situación y encuadres originales; ahora la mujer de Richard observa a su marido entrar en su propia casa sin hacer el menor ruído. ¿Se ha convertido Richard en "la sombra de algo real"?



En relación a la posibilidad de que Richard sea, definitivamente, un espíritu capaz de desplazarse entre dos mundos, el real y el de los sueños, del mismo modo que parecen serlo Chris Lee y Charlie, ya en la secuencia citada en la que los dos aborígenes acuden invitados a casa de Richard, y Chris le revela la naturaleza de los sueños, Weir se permite una alusión visual directa a esta supuesta habilidad: Charlie, con el rostro iluminado al igual que el resto de personas que se sientan alrededor de la mesa, se deja caer sobre el respaldo de su silla, envolviendo su rostro en sombras. Una sugerencia, de las muchas que componen la película; sencilla pero muy efectiva.

Las palabras de Chris Lee acerca de los sueños coinciden con el movimiento de Charlie, que sumerge su rostro en sombras: ¿tiene este aborigen la capacidad de moverse entre dos mundos?:


Volviendo al empleo de repeticiones en la película de Weir, otra de las más destacadas tiene lugar durante un atasco de tráfico en el que Richard se ve atrapado. La primera vez que este tiene lugar, Weir muestra lo que el abogado ve desde el interior de su coche, básicamente gente desplazándose entre los vehículos y protegidos con paraguas de la densa lluvia que cae, y luego realiza unos planos, desde el interior del coche, del personaje sintonizando una emisora de radio. En la segunda ocasión, misteriosamente, el personaje se queda atrapado en un atasco y contempla a las mismas personas y él realiza los mismos gestos, pero con una clara diferencia: su capacidad mulkural se activa, y Richard, al sintonizar el aparato de radio, contempla como abundante agua empieza a emerger del interior del mismo; al levantar la vista, las personas que antes había visto caminando por el asfalto ahora yacen ahogadas y flotando en el interior del agua que parece haber anegado las calles de Sydney.

Extraña repetición de una situación anterior, vista desde el interior del coche de Richard:


Otra repetición tiene lugar, Richard sintoniza la radio, pero en la segunda ocasión el agua emerge de las entrañas del aparato:


Resultado de las repeticiones: el mulkural en el interior de Richard le provoca una visión premonitoria:


Otro pequeño detalle visual de Weir en esta secuencia: la insignia de un autobús atrapado en el atasco consiste en un dibujo de un tigre, Weir hace un suave zoom hacia el objeto y con ello parece aludir al agazapado primitivismo que late en el corazón de la ciudad.

Lo atávico, lo primitivo, esconde sus señales en las entrañas de la gran ciudad: un tigre como emblema de un autobus:


Otro aspecto que Weir elabora con esmero tiene al personaje de Charlie como principal objetivo: el brujo de la tribu parece tener la capacidad de transformarse en un búho, pero el director evita mostrar directamente la posible transformación física recurriendo para ello a ciertos elementos que le permitan sugerir esa capacidad multiforme de Charlie. En una secuencia de la película, Chris Lee va a visitar a Charlie, llama a su puerta, y al abrir alguien desde el interior se escucha la línea de diálogo - ¿Está Charlie?; inmediatamente después el sonido atronador de un avión se apodera de la banda de sonido, y Weir monta el siguiente plano, ya correspondiente a otra secuencia, que muestra una vista de la ciudad con un cielo plomizo y nublado suspendido sobre la misma. 


Más adelante, durante la conversación que mantienen Chris Lee y Richard en el escenario de un puente, el aborigen, que viste un sombrero que porta una pequeña figura de un avión, se quita el sombrero y abarcando el aire con un simbólico amplio gesto de sus brazos, le dice al abogado: - “Charlie es un búho. Puede volar. Él es mágico”.



En otra secuencia, la casa de Richard parece ser atacada por la propia naturaleza, los árboles arremeten contra la misma y penetran en el interior del hogar del abogado. Un misterioso búho, situado sobre la rama de un árbol, contempla impasible, a través de una ventana, la destrucción que está teniendo lugar.



He mencionado tres aspectos: el empleo del sonido de un avión, un sombrero y la figura de un avión en relación a las palabras de Chris Lee, y la aparición de un búho frente a la casa de Richard. Los tres elementos no determinan nada en absoluto por sí solos, pero el espectador, gracias a ellos, tiene la intuición de que probablemente unos poderes incomprensibles están manifestándose con, progresivamente, mayor virulencia: los tres aluden a la posible capacidad aérea y transformista de Charlie.



La existencia de poderes incomprensibles centra parte del discurso de Peter Weir, y el director encamina el mismo gracias a la elección de las profesiones de Richard y de su padre: uno abogado; el otro reverendo. Uno tiene una mente racional; el otro está abierto a lo incomprensible, a lo inmaterial. Richard cree que las leyes están al servicio de los hombres, pero uno de sus clientes, el aborígen Chris Lee, le dice que esto no es así, que los hombres están al servicio de las leyes: ambos hablan de leyes distintas, Chris alude a las leyes de la naturaleza: el ser humano no tiene otra opción que plegarse ante el poder de las mismas.

La Biblia adquiere un excelente valor dramático en dos momentos del film: en uno de ellos Richard pregunta a su padre por que nunca le había advertido de la existencia en la vida de verdaderos misterios, a lo que el padre, reverendo por vocación, le contesta: -"toda mi vida ha girado en torno a un misterio". Peter Weir encuadra a Richard junto a un ejemplar de la Biblia, que ocupa todo el primer término de la imagen.

Richard, un abogado de mente racional, habla con su padre, reverendo de la iglesia, acerca de la existencia de misterios en la vida de los seres humanos. Frente al personaje, en primer término, La Biblia, un libro que habla de grandes misterios:


En otro momento, durante el transcurso del juicio por asesinato que afecta a Chris Lee y al resto de aborígenes, Chris se ve obligado a jurar poniendo la mano sobre un libro sagrado para la "gente civilizada", pero no para los aborigenes australianos. La expresión de Gulpilil, el actor, al jurar sobre la Biblia, no puede ser más expresiva: prácticamente un sacrilegio para los miembros de su tribu.

Chris Lee jurando con la  mano sobre una Biblia; un sacrilegio para los aborigenes, unas leyes que les son ajenas:


 Precisamente, es la secuencia del juicio la que mejor expone la confrontación entre las leyes de los australianos “civilizados” y las de los aborígenes; es decir, los habitantes originales del continente. Un tipo de situación, el juicio, que habitualmente se resuelve de forma convencional en la mayor parte de películas, pero que Weir planifica de forma espléndida, sugiriendo mediante su labor visual el peso que tienen los componentes de la tribu que han colaborado en el asesinato en la decisión final de Chris Lee al declarar ante el juez y Richard, además de aprovechar el momento para sugerir de nuevo la supuesta presencia mágica de Charlie.

Chris Lee situado en el último término de la imagen; el peso de los componentes de la tribu va a influir en su declaración en el juicio:


Chris Lee en el centro del encuadre, declarando ante Richard, y dividido entre la fidelidad a unas leyes tribales, representada a la izquierda del encuadre por la presencia de sus compañeros, y su supuesta obligación de decir la verdad ante una ley que no reconoce, representada a la derecha del encuadre por la figura del abogado:


Charlie y su misteriosa presencia/ausencia en el juicio:



Articulo publicado originalmente en la página web KlownsAsesinos.com