sábado, 24 de septiembre de 2016

ESPECIAL LOS SIETE TRANSITEROS (VV.AA.)

 
Desde hace un par de semanas los camaradas de Transit: cine y otros desvíos celebran su séptimo aniversario (yo me incorporé algo más tarde, mi primer artículo para ellos, dedicado a The Girlfriend Experience (2009), de Steven Soderbergh, se publicó en agosto de 2010). Una buena ocasión para que su nutrido plantel de colaboradores haya decidido una vez más participar en el juego que les proponían sus responsables: a saber, escribir un pequeño ensayo, análisis o comentario acerca de una película (de elección libre) en la que el número siete desempeñe cualquier tipo de función. En mi caso, la elegida ha sido la brillante comedia silente Seven Years Bad Luck (1921), de Max Linder, incluida en la segunda parte de un dossier dividido en tres entregas.  


La primera se compone de (y cito por orden de publicación) Armonías de Werckmeister (Werckmeister harmóniák, 2000), de Béla Tarr y Ágnes Hranitzky, por José Manuel López; Siete novias para siete hermanos (Seven Brides for Seven Brothers, 1954), de Stanley Donen, por Carlos Losilla; La séptima víctima (The Seventh Victim, 1943), de Mark Robson, por Cristina Álvarez López; El pequeño fugitivo (Little Fugitive, 1953), de Ray Ashley, Morris Engel y Ruth Orkin, y El séptimo continente (Der siebente Kontinent, 1989), de Michael Haneke, por Covadonga G. Lahera; Siete ocasiones (Seven Chances, Buster Keaton, 1925), por Carles Matamoros; un texto de carácter más variado titulado Siete días, una semana, por Javier Trigales; El león de siete cabezas (Der Leone Have Sept Cabeças, Glauber Rocha, 1970), por Albert Elduque; y Siete muertos en el ojo del gato (La morte negli occhi del gatto, Antonio Margheriti, 1973), por Ignasi Franch.


La segunda parte de Retrato de una perezosa (Portrait d’une Paresseuse, 1986), de Chantal Akerman –cortometraje perteneciente a Seven Women, Seven Sins, VV.AA.–, por Ana Aitana Fernández; Tras la pista de los asesinos (Seven Men from Now, 1956), de Budd Boetticher, por Faustino Sánchez; Siete días de mayo (Seven Days in May, 1964), de John Frankenheimer, por Guillermo Triguero; Scott Pilgrim contra el mundo (Scott Pilgrim vs. the World, 2010), de Edgar Wright, por Nicolás Ruiz; Siete psicópatas (Seven Psychopaths, 2012), de Martin McDonagh, por Bruno Hachero; Los implacables, patrulla especial (The Seven-Ups, 1973), de Philip D’Antoni, por Daniel de Partearroyo; y Los siete samuráis (Shichinin no samurai, 1954), de Akira Kurosawa, por Antoni Peris i Grao.


Y la tercera parte de Siete bellezas (Pasqualino Settebellezze, 1975), de Lina Wertmüller, por Endika Rey; 7 días de enero (1979), de Juan Antonio Bardem, por Carlos Escolano; La séptima profecía (Carl Schultz, 1988), de The Seventh Sign, por Adrian Martin; El séptimo sello (Ingmar Bergman, 1957), de Det sjunde inseglet,  por Pablo García Conde;  La dama rosa mata siete veces (La dama rossa uccide sette volte, 1972), de Emilio P. Miraglia, por Gerard Casau; La madona de las siete lunas (Madonna of the Seven Moons, 1945), de Arthur Crabtree, por Toni Junyent; y Todo lo que usted siempre quiso saber sobre el sexo* pero nunca se atrevió a preguntar (Woody Allen, 1972) y Siete mujeres (7 Women, 1966), de John Ford, por Julián Cajas.


Una lectura refrescante y un recorrido tan desprejuiciado como, sobre todo, deliberadamente lúdico. 







BARCELONA, LAMENT Y TRANSEÚNTES (1990 Y 2015, LUIS ALLER)


Aunque con bastantes semanas de retraso, hago constar por fin en este blog el largo (y forzosamente incompleto) artículo que elaboré para Transit: cine y otros desvíos en torno a la corta filmografía de Luis Aller, uno de los cineastas españoles más ignotos que uno pueda llegar a imaginar. Y, créanme, se cuentan por decenas los realizadores patrios que a pesar de su trayectoria (más o menos larga según el caso) carecen de los méritos que Aller ha sabido finalmente concretar con su segundo largometraje, Transeúntes (2015), rodado (y sobre todo montado) a lo largo de nada menos que veintidós años. Su visión, desde luego, se aleja considerablemente de lo que se puede entender por relato convencional, pero no porque carezca de él sino porque sus referentes son algo más particulares, caso del cine que Jean-Luc Godard rodó en los años ochenta o de aquellas innovadoras películas que intentaron en los años veinte dar una visión global de la vida en un determinado núcleo urbano, ya fuera el de varias ciudades soviéticas –Kiev, Járkov, Odessa y Moscú– en El hombre de la cámara (Chelovek s kino-apparatom, 1929), de Dziga Vertov, o la capital de Alemania, Berlín, en Berlín, sinfonía de una ciudad (Berlin: Die Sinfonie der Grosstadt, 1927), de Walter Ruttmann.

 El cineasta Luis Aller

Pero, sintomáticamente, es esa condición de outsider, de creador a contracorriente, la que condena automáticamente a Aller al ostracismo. Una marginación que otros no padecen, caso de Albert Serra, porque, hábiles comerciantes como son (aunque no lo parezcan), han sabido garantizarse la protección incondicional de unos paladines que se precian de saber ‘descubrir talentos’ pero que en realidad sobreviven gracias a ellos. Lo irónico del asunto es que allí donde el cine de Serra no ha inventado absolutamente nada y carece de una capacidad experimentadora a la altura de su escasa leyenda –algo lógico, pues él mismo afirma que hace ‘cine puro’ pero desprecia sin la menor credibilidad el auténtico cine puro, que no es precisamente el suyo–, la obra de otros crece con el tiempo –porque son mucho más sofisticados y sensatos y han sabido afrontar dilemas creativos de envergadura, caso de José Luis Guerín– porque no necesitan hacer feos a la constante revisión (o  incluso al descubrimiento) de todo tipo de cine para evolucionar: a Guerin se le puede ver habitualmente en los cines de Barcelona viendo, y esto lo puedo afirmar de primera mano, las más variadas propuestas, incluidos ciertos clásicos que, más allá de que le gusten más o menos, el cineasta no tiene reparo alguno en conocer o asimilar.

 Aller y un cartel de Transeúntes

No toda la singularidad cinematográfica es sinónimo de calidad o originalidad. Lamentablemente, Transeúntes, que es auténticamente genuina y tiene logros más que suficientes, sólo pudo gozar hace unos meses de unos pocos pases en los cines de Barcelona o en otras ciudades españolas, pero de nada que se parezca ni tan siquiera un poco a lo que debería ser una carrera comercial normal. Quien quiera aproximarse a este realizador desconocido, auténtico francotirador del cine patrio, puede visitar el siguiente enlace: