Hace
escasos días que he autopublicado en Amazon, a través de su servicio KDP, una
monografía de más de dos mil páginas sobre la obra del cineasta italoamericano
Martin Scorsese. Se trata de un estudio, prolijo y minucioso, que analiza tanto
los 24 largometrajes que el realizador ha logrado concretar hasta la fecha,
como sus numerosos cortometrajes, documentales, videoclips, anuncios
publicitarios y trabajos para televisión. Además, en sus páginas se presta una
especial atención a las diferencias que existen entre los materiales literarios
que Scorsese ha adaptado a lo largo de su carrera y sus respectivas versiones
cinematografícas y se valora el papel que cada una de las canciones que ha
llegado a utilizar —y son
cientos— desempeña en el particular contexto en el que las utiliza. Todo ello
sin olvidarme de su considerable labor como productor de películas para otros
realizadores o de su puntual participación como actor en films ajenos o
propios. A modo de adelanto editorial presento a continuación la introducción
del libro, que los compañeros de la revista digital Transit: cine y otros desvíos publicaron varios días atrás. Al final de su lectura el lector
podrá encontrar un enlace a un capítulo, el de Casino, que ofrezco
completo en formato de descarga directa.
MARTIN SCORSESE. EL BULEVAR DE LOS SUEÑOS ROTOS (INTRODUCCIÓN)
Idiosincrasia
profesional de Scorsese
Con
una habilidad indiscutible y un irreprochable conocimiento de los mecanismos de
su profesión, Scorsese ha conseguido en las dos últimas décadas compaginar las
películas de índole más personal con los encargos de naturaleza más comercial.
Pero también, y por encima de todo, que gracias a su decidida implicación en
aquellos proyectos que son susceptibles de ser clasificados dentro del segundo
grupo —Kundun (1997), Al límite (1999), Infiltrados (2006),
Shutter Island (2010), La invención de Hugo (2011)— esos trabajos
hayan terminado siendo tan decisivos para su filmografía, o incluso más, que
los que pertenecerían al primero —Casino (1995), Gangs of New York
(2002), El aviador (2004), El lobo de Wall Street (2013)—. Una
buena prueba del inusitado equilibrio que se da entre ambas tendencias la
constituye el hecho de que, durante esos veinte años, tan sólo las tibias
recaudaciones obtenidas por Kundun y Al límite —al menos en
Estados Unidos— permitirían hablar de sendos fracasos comerciales. A
partir de esas dos películas —y hasta el reciente y (previsible) ninguneo en
taquilla de Silencio (2016)—, y a pesar de los elefantiásicos
presupuestos que ha manejado en ocasiones, el realizador ha demostrado ser uno
de los pocos con auténtica capacidad para armonizar autoría y comercialidad sin
morir en el intento. Empero, que Scorsese haya conseguido adaptarse a las circunstancias
y sortear los condicionantes mercantiles no ha significado, ni mucho menos, que
su cine se haya vuelto complaciente y/o falto de valor artístico. Más bien al
contrario. De haberse estandarizado o institucionalizado, lo ha hecho en el
mejor de los sentidos, instaurando un modelo (o género) scorsesiano en la misma
medida en que antes han existido uno hitchcockiano, bressoniano o felliniano.
Gangs of New York y Silencio, dos de las propuestas más personales de Scorsese
Por mucho que algunos puedan ver en ello una especie de
conflicto o contradicción, el italoamericano ha logrado convertirse él mismo, a
imagen y semejanza de lo que a este respecto se dice en Un viaje personal con Martin Scorsese a través del cine americano (1995),
en una suerte de contrabandista: ha alcanzado un dominio tan sofisticado de su
profesión que, a pesar de que se le conoce por ser un autor, puede ser tomado
en ocasiones —a mi juicio de modo erróneo— por una especie de sólido,
resolutivo y esporádicamente creativo artesano. Sin embargo, algunos de sus
films más recientes arrojan nueva luz sobre otros anteriores y también sobre
unos métodos de puesta en escena a los que se ha mantenido fiel durante toda su
carrera. De hecho, a lo largo de su filmografía ha sido capaz de ir solapando
sus intereses narrativos, de película en película, hasta ir moldeando una suerte
de héroe (o antihéroe) que le es indisociable: si por algo se caracterizan sus
protagonistas, más allá de que en ocasiones unos y otros sean antitéticos, es
por poseer una determinación a prueba de bombas: esto es así desde la noble
Alicia de Alicia ya no vive aquí (1974)
hasta el mucho más ruin Jordan Belfort de El lobo de
Wall Street. Aunque entre dichos extremos, y dejando a un lado al
psicopático Max Cady de El cabo del miedo
(1991), es posible encontrar una rica gama de grises —es decir, una variada
galería de personajes situados en una hipotética posición intermedia—, lo
verdaderamente interesante es que, a pesar de los pesares y estén más o menos
inspirados en la realidad, ninguno de ellos ha empujado nunca a su cine hacia
el maniqueísmo. Si se le preguntara (o reprochara) algo al respecto, tal vez
Scorsese no dudaría en apropiarse de las palabras que Octave (Jean Renoir)
pronunciaba en un determinado momento de La regla del
juego (1939), dirigida por el propio Renoir: “Ojalá desapareciera
en un agujero. No tendría que separar el bien del mal. Lo más terrible es que
todos tienen sus propias razones”. Aunque lo cierto es que él mismo ha sabido
resumir y/o defender su postura, poco dada a lo reverencial o a lo
condescendiente, cuando así lo ha creído oportuno: en el documental À la recherche de Kundun avec Martin Scorsese (1998),
de Michael Henry Wilson, declara que “no rueda para causas”, sabedor de que
estas, al fin y al cabo, suelen ser transitorias. Y en uno de los extras que
acompañan a la edición española en Blu-ray de El
lobo de Wall Street, titulado La manada de
lobos, dice tanto que “lo difícil es mostrar eso con sinceridad sin
hacer ningún juicio de valor”, en referencia, claro está, a la poco ética
actitud que exhiben los personajes de esa película, como que Belfort y sus
compinches “somos tú y yo y tal vez si hubiéramos nacido en otras
circunstancias, habríamos acabado haciendo las mismas cosas. Se trata de
enfrentarse, de reconocer esa parte de nosotros mismos, que forma parte de
nuestra humanidad común”.
Scorsese evita una mirada maniquea hacia personajes tan despreciables como los de El lobo de Wall Street
Cineasta verdaderamente
prolífico —en el momento de escribir estas líneas cuenta con más de 50
proyectos a sus espaldas, trayectoria a la que cabría sumar sus inquietudes
como actor, productor o, de forma muy especial, preservacionista del cine
americano (The Film Foundation) o mundial (World Cinema Project): su tarea como
rescatador de la memoria histórica del séptimo arte es admirable y su fe y
convicción en el cine absolutos—, es a partir sobre todo de Kundun cuando el recibimiento y la consideración que
obtienen sus películas se antoja tremendamente dispar, lo que no impide que su
figura se haya mantenido en el tiempo como una de las más indiscutibles e
influyentes del cine contemporáneo. Mal que pese a algunos, el conjunto de su
obra se encuentra mucho más replegada sobre sí misma de lo que pueda dar a
entender un vistazo superficial a sus trabajos menos apreciados o conocidos,
dándose la circunstancia de que algunos de ellos, sin ser especialmente
relevantes desde un punto de vista cinematográfico, sí son tremendamente
esclarecedores desde uno biográfico. El desencanto experimentado por el
cineasta tras el fracaso artístico y comercial de La
última tentación de Cristo (1988), circunstancia que hasta cierto
punto le dejó sumido en una especie de encrucijada profesional, no le hizo
perder un ápice de su ilusión ni tampoco de su talante irreverente —y en
ocasiones iconoclasta—, más bien se diría que avivó por completo su interés por
el riesgo creativo, convirtiéndole con el paso de los años en un realizador
extraordinariamente versátil y todoterreno, pero también, y tal vez esto sea lo
más importante, tremendamente coherente. En su filmografía no existen los
proyectos fáciles o sencillos más allá de la ramplonería de Boxcar Bertha (1972), y lo cierto es que a partir de
su definitiva consagración con Toro salvaje (1980)
la aparente diversificación genérica que experimenta su obra no le ha impedido
ser un creador inusualmente fiel a unos determinados planteamientos estéticos y
narrativos que se han visto prolongados hasta sus últimas y notables piezas, El lobo de Wall Street, el episodio piloto de Vinyl (2016) o Silencio.
La última tentación de Cristo supuso un fracaso para Scorsese
Si bien la envergadura de su cine no ha dejado de aumentar desde Uno de los nuestros (1990) —en todos los aspectos
imaginables: presupuestos, ambición narrativa, amplitud de los elencos— y su
arquitectura visual no sólo no se ha resentido sino que se ha ido refinando —a
pesar del terreno que ha ido ganando su incuestionable gusto por la
fragmentación narrativa: de los 788 cortes de montaje de El rey de la comedia (1982) a los 2.702 de Infiltrados hay todo un mundo… y apenas media hora de
diferencia—, no me cabe duda de que el corpus artístico de Scorsese está muy
lejos de ser un compartimento estanco: en él se dan unos abundantes y muy
satisfactorios vasos comunicantes que permiten descubrir unas ramificaciones
tan coherentes como apasionantes. Cuando acepta proyectos de encargo, el
cineasta sabe ser resolutivo y eficaz sin por ello abandonar su inventiva y
personalidad. La prueba de que su cine nunca ha sido un arte prefabricado o
industrializado la constituye el hecho de que, con frecuencia, es posible
encontrar en él altas dosis de talento, razón por la que algunas de sus obras
merecen ser respetadas incluso cuando sus resultados no son los esperados: por
ende, sus traspiés no se van a escamotear en las siguientes páginas. Merecen
ser tenidos en cuenta porque, al menos en mi opinión, los mejores artistas (cinematográficos,
literarios, musicales o de cualquier otro tipo) son aquellos capaces de tomar
riesgos y de mancharse continuamente las manos despreciando y desafiando el
fácil y cómodo conformismo que, hoy por hoy, incluso salpica a un importante
crisol de creadores instalados en los márgenes de un cine de autor
progresivamente menos apasionante y, lo que es peor, peligrosamente elitista.
Scorsese está en otra división, la de los cineastas sin tapujos, la de los
auténticos transgresores, y es desde hace muchos años un maestro consumado en
su arte.
Martin Scorsese, uno de los grandes cineastas contemporáneos
Constantes de su cine
En primer lugar, y como
corresponde a cualquier cineasta-autor que se precie, la filmografía de
Scorsese gira siempre en torno a una misma serie de temas, personajes y
obsesiones. En su caso particular, además, el término ‘girar’ tiene unas
connotaciones especiales: el grueso de sus proyectos, tanto en el terreno de la
ficción como en el del documental, se caracteriza por su construcción narrativa
circular: el realizador acostumbra a regresar al inicio del relato o a cerrar
este de forma un tanto hermética. Pero al margen de esta constante, que iré
desgranando a lo largo del libro, lo primero que salta a la vista es el
prototipo de personaje por el que siente especial querencia, prescindiendo casi
siempre de los arquetipos o de los estereotipos. Ya sean de extracción humilde
o de clase social más alta, el individuo scorsesiano por excelencia es aquel
que sigue un impulso irrefrenable, lo que generalmente se traduce en un grado
de determinación u obcecación que raya en lo obsesivo. Estrechamente
relacionadas con lo anterior cabe ver otras dos tendencias: la proliferación de
individuos con una marcada inclinación hedonista y su desesperada persecución
del sueño americano. Aunque el primer factor no es siempre indispensable, la
cultura del éxito es un tema capital en el cine de Scorsese —uno de los
principales junto a otro que tal vez lo define mejor y engloba a todos los
demás: la persecución de unos sueños (de todo tipo y condición) que muchas veces
se revelan inalcanzables o que, por el contrario, condenan a su propietario a
la infelicidad: esto es seguramente cierto para todos sus personajes, incluidos
Hugo y el Dalai Lama, con la única salvedad, probablemente, del psicópata Max
Cady—, y un determinado discurso acerca de este asunto atraviesa su filmografía
de punta a cabo, casi siempre asociado a un claro sentimiento de “rise and
fall” —esto es, “auge y caída”, o, si se prefiere, “auge y decadencia”— de
Norteamérica. Ello no implica que el cineasta emita algo así como juicios
morales sobre las metas que anhelan sus protagonistas, lo que paradójicamente
no ha impedido que algunos espectadores puedan experimentar dilemas o
incluso sentirse ofendidos por las acciones que mejor les definen. Para él, en mayor
o menor medida, casi todos son esos “ricos que, al fin y al cabo, son pobres
con dinero” a los que Frankie (Phil Silvers) se refería en un determinado
momento de Coney Island
(1943), de Walter Lang, o, al menos, si no lo son todavía, sí son claros aspirantes
a serlo. Para bien o para mal, y como ya he dicho antes, no creo que Scorsese
haga uso alguno del maniqueísmo o de la demagogia.
Jordan Belfort y el Dalai Lama, dos personajes antitéticos que comparten una determinación a prueba de bombas
Sin embargo, su obra no ha
prescindido, ni mucho menos, del contenido político: aunque este asunto es
mucho más explícito en sus primeros cortometrajes y largometrajes, a partir de
un determinado momento las preocupaciones políticas y sociológicas del
realizador se manifiestan de forma más evidente en sus documentales —y mucho
menos, o nada en absoluto, en sus ficciones—, razón por la que, dentro de su
obra, es posible tender una serie de puentes entre ambos géneros. De hecho, la
cuestión de la inmigración forzosa, tan próxima a él a causa de sus raíces
familiares, está mucho más presente, de forma más directa o tangencial, en
trabajos como Mi viaje a Italia (1999), The Neighborhood (2001), Lady
by the Sea: The Statue of Liberty (2004) o A Letter to Elia (2010) que en el grueso de sus
ficciones, de las que tal vez el ejemplo más paradigmático sea Gangs of New York. Otro asunto central de su
filmografía lo constituyen, sin duda alguna, los conflictos de identidad, que
casi siempre adquieren la forma de un proceso de alienación que, experimentado
por muchos de sus personajes, caracterizados con frecuencia por su ausencia de integridad
moral o de entereza psicológica, queda estrechamente vinculado, en ocasiones,
al extremo aislamiento y soledad que padecen así como determinado (casi
siempre) por una convicción que les lleva a actuar de una determinada manera
aunque eso signifique tener que ir a contracorriente de la moral (o
inmoralidad) establecida: por ende, dentro de ese particular esquema, y tal y
como el lector podrá ir descubriendo, la mentira y el fingimiento devienen
herramientas comunes. Dicha determinación, que es sin duda una de las piedras
angulares de su cine, se ve también extendida a sus documentales (sus retratos
de Dylan, Harrison y Kazan) y en un determinado momento de su carrera le
permite afrontar una clara deriva psicologista (en el buen sentido de la palabra)
de su relato cinematográfico, como bien demuestran El
aviador, Infiltrados, Shutter Island o La invención
de Hugo. Buenos o malos, ‘reales’ o ‘ficticios’, la mayor parte de
sus personajes han compartido siempre un mismo sueño de ascensión social.
Identidad y alienación son, por cierto, dos aspectos clave de otros cineastas
contemporáneos fundamentales: David Lynch, David Cronenberg y Werner Herzog, si
bien cabe decir que este último suele hablar antes de individuos anómalos o
singulares que no necesariamente de alienados.
El Howard Hughes de El aviador (arriba) y el Teddy Daniels de Shutter Island (abajo) acusan graves problemas psicológicos
Un vasto y fructífero territorio musical
Scorsese es, qué duda cabe, un
gran amante de la música. De hecho, puede decirse que su propia educación
sentimental se encuentra en buena medida enraizada tanto en la música de su
época como en la de otras pretéritas. A lo largo de veinticuatro largometrajes
(y con la única excepción de sus dos primeras películas religiosas, La última tentación de Cristo y Kundun, que tan sólo utilizan música
expresamente compuesta para ellas; Silencio,
que inicialmente iba a contar con una banda sonora de Howard Shore, ha terminado
siendo un caso diferente) ha recurrido a centenares de piezas de muy diferentes
estilos y épocas, y son verdaderamente escasas las ocasiones en las que su
puntillosa selección de canciones o de temas instrumentales no contribuye de
manera decisiva a articular ideas, insinuar o describir aspectos o sentimientos
agazapados de los personajes, aportar un efecto distanciador respecto de lo que
sucede en pantalla —lo que en ocasiones equivale a ironizar sobre el cariz que
toman ciertas situaciones—, dar un cierto valor metafórico o proporcionar un
determinado tono, ritmo, sentido o incluso espesor dramático a las imágenes, ya
sea con evidentes fines contrapuntísticos (Uno
de los nuestros, Casino o
Vinyl) o con la voluntad de
inducir un determinado estado de ánimo en el espectador (Taxi Driver [1976], Kundun o Shutter Island). Rara es la vez en que la música se limita
a ejercer de mero adorno o a contextualizar simplemente una determinada época
histórica. A este respecto cabe recordar la reconocida y decisiva influencia
que para el cineasta supone el uso que William A. Wellman hace de la música en
su excelente film de gánsteres El enemigo
público (1931), o, en una línea un tanto diferente, el partido que
Kenneth Anger extrae de ciertas piezas en Scorpio
Rising (1964), asunto del que él mismo habla tanto en el documental
Un viaje personal con Martin Scorsese a
través del cine americano como en el libro Mis placeres de cinéfilo. En este
último dice lo siguiente: “La música popular posee un potencial tan grande que
puede dar a las películas una fuerza y un dinamismo que de otro modo se
echarían en falta. Uno de los ejemplos más impresionantes se encuentra en El enemigo público, en la que William
Wellman escogió música de la época en lugar de una partitura orquestal. Está,
en particular, ese sempiterno estribillo de I´m
Forever Blowing Bubbles (1919) —de James Kendis, James Brockman y
Nat Vincent—, que acaba creando una sensación de ironía glacial, en la medida
en que acompaña sin cesar imágenes de una terrible violencia”.
Sintomáticamente, en su primer cortometraje, Vesuvius
VI (1959), y si hemos de creer lo que de él se indica en IMDb, el
italoamericano utilizó una canción, Does
Your Chewing Gum Lose Its Flavour (On the Bedpost Overnight?) —algo así como “¿Pierde tu chicle
su sabor (En el poste de la cama durante la noche?)”—, versión de un tema de
1924 titulado Does the Spearmint Lose Its
Flavor y escrito por Billy Rose, Marty Bloom y Ernest Breuer, que
muy probablemente le sirvió para un propósito no muy alejado del de Wellman.
En Uno de los nuestros la música juega en ocasiones un papel contrapuntístico
En
cualquier caso, acerca de la susodicha influencia el cineasta también dice, en
el libro de entrevistas Martin Scorsese
por Martin Scorsese, que “esa mezcla de músicas diferentes inspiró
la banda sonora de Malas calles
y, más tarde, la de Toro salvaje”.
Es este un aspecto esencial de su cine al que dedicaré un considerable espacio
del libro que el lector tiene entre las manos. Aclaro en todo caso que por esa
misma razón tan sólo me referiré de manera puntual, cuando lo considere
oportuno, a aquellas bandas sonoras que han sido compuestas ex profeso para él:
no son el objeto de este estudio porque el número de canciones y de músicas
ajenas que el realizador ha llegado a utilizar es de veras enorme y a mi modo
de ver mucho más interesante de analizar: gracias al talante melómano de
Scorsese —la música es para él una pasión irrefrenable— y al no menos relevante
asesoramiento musical, en algunos casos, de Robbie Robertson, exintegrante del
grupo The Band, los tapices sonoros del italoamericano acostumbran a ser más
complejos y ricos de lo que suele serlo una banda sonora tradicional
cualquiera. Sorprendentemente, algunas de sus películas ‘no musicales’ (caso de
Casino o Gangs of New York) presentan una
acumulación de música sustancialmente mayor que la de, por ejemplo, Alicia ya no vive aquí o New York, New York (1977). En ese
sentido, el film que señala la entrada en su cine de un cierto barroquismo
musical es sin duda Uno de los nuestros.
Cada película de Scorsese tiene su marcado y diferenciado estilo musical, y
entender esta faceta de su trabajo me parece indispensable para poder valorar
mejor (y en consecuencia poder disfrutarlo más) el alcance global de su cine:
para descubrir, en la medida de lo posible, el patrón musical que se amaga tras
cada una de sus obras se hace necesario aplicar una precisión casi quirúrgica
capaz de desentrañar el sentido de cada pieza para, de esa forma, relacionarlo
de la manera más coherente posible con el resto de sus compañeras de viaje. Que
no le quepa duda al lector de que en la elección de temas musicales reside una
de las principales herramientas expresivas del cineasta: son muchas las
ocasiones en que se puede detectar un vínculo subterráneo, por lo general poco
o nada aparente, entre las canciones y las imágenes a las que acompañan.
New York, New York, un film inequívocamente musical
Por lo general, Scorsese
suele utilizar la música de casi cualquier forma imaginable: si en ocasiones su
uso es diegético (se justifica su fuente emisora, como ocurre con cierta
frecuencia en El aviador, Gangs of New York o Vinyl,
o casi siempre en Apuntes del natural
[1989]), en otras lo es extradiegético (casi siempre en Uno de los nuestros, Casino
—película esta en la que resulta muy difícil disociar las imágenes
del valor dramático adicional que el acompañamiento musical les proporciona— o Infiltrados), si a veces los temas elegidos suscitan
una lectura más o menos sencilla, en otras posibilitan una doble lectura (una
más evidente y otra más agazapada), aunque, en cualquier caso, el realizador
suele evitar el juego posmoderno o la cita anacrónica. Cuando esto último
sucede, su precisa articulación hace casi imperceptible para el espectador la
auténtica naturaleza de la operación, a diferencia de lo que por ejemplo ocurre
con el Putting Out the Fire (1983), de
David Bowie y Giorgio Moroder, en Malditos
bastardos (2009), de Quentin Tarantino: en su caso, más que
utilizar un determinado tema simplemente porque le gusta, suele hacerlo porque
encuentra en él un parentesco genérico o una filiación musical, con respecto al
resto de piezas que componen uno de sus films, muy claros. Si bien adapta las
canciones a sus necesidades específicas (en ocasiones alterando por completo su
estructura original), lo hace con conocimiento de causa y buscando siempre la
máxima reciprocidad entre la música y las imágenes: la configuración de tapices
audiovisuales rabiosamente personales es sin duda uno de lo terrenos más
fértiles y fascinantes, además de consustancial, que uno puede hallar en el
cine de Scorsese: se trata de uno de los pilares sobre los que se asienta su
filmografía y su peso global dista mucho de lo meramente accesorio o decorativo
o incluso de las modas pasajeras: música e imagen son para él elementos casi
inseparables: si bien es francamente difícil que en una de sus películas uno se
tope con eso comúnmente conocido como ‘silencio’, lo cierto es que cuando se
decanta por la ausencia de música suele hacerlo por una buena razón: ver sino
lo que ocurre durante las respectivas horas finales de Casino o de El aviador,
cuando los sueños de los personajes parecen desvanecerse y una significativa
(que no absoluta) ausencia de canciones señala un cierto baño de ‘realidad’.
En Casino el abundante uso de canciones deviene fundamental
Una visión crítica de su cine
Como el lector ya habrá podido
deducir, este no es un libro sobre la vida de Scorsese, sino sobre su obra. Por
esa razón, he evitado de manera deliberada la lectura de los anteriores
estudios que sobre el realizador han ido apareciendo en España,
fundamentalmente porque entre mis propósitos estaba el de acercarme a sus
películas de un modo si no virgen sí al menos lo menos contaminado posible por
la visión que otros pudieran tener de su cine (tan solo conozco el más reciente
de ellos, escrito por Tomás Fernández Valentí y que abarca hasta Infiltrados; lo leí en 2008 al poco de
ser publicado por Ediciones Carena. He consultado, eso sí, las filmografías
incluidas en los libros de Enrique Alberich, José Enrique Monterde y Tom
Shone). Con Scorsese, al igual que ocurre con otros cineastas más o menos
estudiados, existen una serie de lugares comunes que es necesario esquivar,
evitar o trascender. En consecuencia, era prioritario ir más allá del formato
de análisis más tradicional, que por lo general suele ser bastante reductor y
en no pocas ocasiones fruto de la comodidad y/o la pereza del crítico o
analista. A partir de ahí, y sometiendo a cada una de las películas a un
exhaustivo análisis, metódico y riguroso, de sus fondos y formas, son múltiples
los desafíos que se me presentaban.
Toro salvaje, una de las obras clave de Scorsese
Por un lado, y este es
probablemente el objetivo menos importante, valorar de forma tangencial cuál es
la huella dejada por Scorsese en sus trabajos formativos —fundamentalmente como
guionista o montador: ya adelanto que es casi indetectable, o, cuanto menos,
escasamente relevante, razón por la que el conjunto de estos proyectos, a día
de hoy, tiene un valor casi puramente arqueológico—, y, sobre todo, la que
imprime cuando ejerce como productor, faceta esta donde sí es posible descubrir
unos determinados intereses temáticos o incluso una clara voluntad por activar
unos proyectos que mantengan en activo a algunos de sus amigos y/o
colaboradores más habituales. Por el otro, ofrecer un análisis lo más justo
posible, evitando caer en la mera especulación, del vuelo formal que alcanza
cada una de sus obras y de cómo el corpus de cortometrajes, largometrajes —que
son el principal foco de atención del volumen—, documentales, anuncios,
videoclips y episodios para televisión que llevan su firma se encuentra más estrechamente
relacionado de lo que uno pudiera creer inicialmente. A tal fin, el método que
finalmente se ha impuesto ha sido el de ir ofreciendo un resumen argumental
que, además de funcionar a modo de hilo conductor, corra siempre paralelo al
análisis estético o estructural de cada una de las propuestas, una estrategia
que a mi modo de ver revela de forma muy transparente en qué medida el cineasta
ha sido siempre fiel a un determinado patrón narrativo que suele respetar (o
imponer de algún modo) incluso cuando el proyecto es un encargo. Dado que la
cuestión del ritmo es esencial en Scorsese, y la fragmentariedad narrativa
deviene con el paso de los años uno de los asuntos clave de su cine, factor al
que cabe añadir una indiscutible querencia por los metrajes generosos, no serán
pocas las ocasiones en las que haga referencia a la cadencia de los planos. Si
bien no todos los capítulos seguirán la misma y precisa estructura —a partir
sobre todo de Uno de los nuestros existirá una
mayor linealidad, lo que me permite preservar la claridad expositiva sin
renunciar a la complejidad de las propuestas—, no me detendré a hablar de las
ideas que me parezcan menos relevantes a nivel formal pero sí de aquellas que
sean especialmente recurrentes y por lo tanto consustanciales a la
idiosincrasia del realizador. Sin embargo, con ello no pretendo ni mucho menos
condicionar la opinión del lector, sino más bien proporcionarle una serie de
herramientas (o de pistas) que le permitan afrontar con garantías el visionado
(o la revisión hecha con espíritu crítico) de cada una de las películas, y,
sobre todo, extraer su propia y fundada opinión sobre cada una de ellas. No es
este, por lo tanto, un libro escrito con el ánimo de epatar al lector. Más bien
se trata de suministrarle una información, lo más completa posible, que le
permita hacerse una idea lo suficientemente precisa del trabajo de Scorsese:
crearse su propia visión de conjunto de quien, a mi modo de ver, pasa por ser
uno de los mejores directores del panorama cinematográfico actual y uno de los
pocos con la suficiente capacidad como para afrontar con similares garantías
tanto las propuestas de tipo personal como los proyectos de encargo o de índole
más comercial. En mi opinión, la valoración (y disfrute) de cualquier obra es
inversamente proporcional a los conocimientos que su receptor pueda tener de
ella. El cine del italoamericano no es precisamente uno que vaya falto de ideas
y por esta razón las siguientes páginas no pretenden erigirse en sustituto de
sus películas sino más bien complementar su visionado. Debo aclarar también
que, siendo como soy un escéptico de la perfección artística —desconfío
profundamente de su idoneidad o de su necesidad, por no hablar del peligroso
síndrome crítico de la ‘obra maestra’, el cual muchas veces funciona a modo de
(encubierta) campaña publicitaria—, el cine de nuestro hombre me parece
necesariamente imperfecto: Scorsese es un cineasta tan inquieto como
compulsivo, lo que en ocasiones genera un cierto exceso de ideas que no
necesariamente benefician al conjunto de un determinado proyecto. Si bien es
cierto que tiene varias obras maestras (pienso en Taxi
Driver, Toro salvaje, El rey de la comedia o Uno
de los nuestros; puede incluso que en El
último vals [1978]) y también numerosos films que rozan la
excelencia (Alicia ya no vive aquí, Kundun, Infiltrados,
La invención de Hugo o El lobo de Wall Street, a los que cabe sumar el
mediometraje Apuntes del natural y el episodio
piloto de Boardwalk Empire (2010)), no lo
es menos que parte de su filmografía cojea ostensiblemente (Boxcar Bertha ocuparía un lugar de honor entre sus
tropiezos, pero en Jo, ¡qué noche!, El color del dinero [1986], La última tentación de Cristo o El cabo del miedo también se dan verdaderos altibajos
de calidad; las tres primeras, muy probablemente, porque surgen en una época de
incertidumbre creativa).
El color del dinero y El cabo del miedo no se cuentan entre lo mejor de su obra
No me gustaría acabar esta
introducción sin dejar claro que me parece escasamente profesional —aunque
paradójicamente muy en boga estos días— juzgar los méritos de una película en
función de unos gustos o un criterio estrictamente subjetivos. Una película
puede ser objetivamente brillante, estar impecablemente filmada y no por ello
gustarnos, pero eso en ningún caso debería suponer un obstáculo para apreciar
la auténtica valía de un determinado cineasta u obra: encontrarse con que
algunos críticos, amantes de lo fácil y lo cómodo, relativizan el alcance de
proyectos sobrados de talento como Gangs of New
York, El aviador, Infiltrados o Silencio
porque no responden a unas determinadas expectativas surgidas a raíz de sus
trabajos más conocidos y rotundos, caso de Toro salvaje
o Uno de los nuestros, es poco
menos que injusto. Un reto fundamental de las siguientes páginas consiste en
analizar con el debido rigor los films menos estimulantes del realizador o
aquellos que por determinadas razones se puedan considerar fallidos. Podrán o
no gustar, pero ello no es necesariamente sinónimo de que estén mejor o peor
filmados o de que sus cimientos narrativos carezcan de atractivo. Pese a quien pese,
la óptica artística de Scorsese sigue siendo mucho más auténtica y honesta que
la de muchos cineastas rápidamente encumbrados en festivales pero luego
prematuramente olvidados. Es necesario confrontar los gustos estrictamente
personales con el juicio más objetivo que proporciona un análisis riguroso y
coherente. Las modas pasan, el buen cine permanece inalterable. Es por esa
razón que en las siguientes páginas se tratará con la propia materia prima del
cine de Scorsese, eso que la crítica especializada rehúye habitualmente pero
que en el fondo es casi lo único, en cualquier forma de arte, capaz de
trascender el paso del tiempo. Y en este sentido cabe señalar que no porque el
trabajo de un realizador sea más complejo el resultado de uno cualquiera de sus
proyectos va a ser necesariamente mejor: ver sino la apasionante irregularidad
que presenta Gangs of New York. Se trata de
ofrecer una deconstrucción que permita conocer a Scorsese, el cineasta, y a
Scorsese, el hombre, a través de las elecciones formales y narrativas que le
son consustanciales. Una completa radiografía, en definitiva, escrita desde la
admiración (sin duda) y, sobre todo, desde el respeto, sin por ello rehuir el
hecho contrastado de que su cine siempre ha tenido la capacidad de polarizar
opiniones e incluso de ser directamente rechazado por cuestiones religiosas o
morales, caso de La última tentación de Cristo,
El lobo de Wall Street o Silencio.
En Infiltrados, una de sus mejores películas recientes, Scorsese utiliza las X en momentos que resultan especialmente comprometedores para sus personajes
Pequeño
manual de estilo
Si
el cine es un lenguaje, entonces Scorsese es uno de sus principales valedores
contemporáneos, pues su filmografía se caracteriza, ya desde sus primeros
cortometrajes, por la persistente articulación de una serie de recursos que en
cuestión de pocos años le permitieron configurar un universo propio: es, no me
cabe duda, un artista muy, muy fiel a una determinada escritura fílmica que muy
probablemente puede ser calificada de manierista —sin que exista matiz
peyorativo en ello— por mucho que, al mismo tiempo, su labor también puede ser
entendida como la propia de un descendiente —más que legítimo— de ciertos
cineastas clásicos. Lo que no impide que, a estas alturas, su figura, clave en
el cine de las últimas seis décadas, también se erija simultáneamente en
precursora de otras más modernas. En cierto sentido, realizadores como James
Gray o, de manera más ocasional, Todd Haynes, restituyen de una forma tal vez
más precisa y mimética que el propio Scorsese el ritmo del cine clásico. Como
no podía ser de otro modo, no son pocos los elementos que atraviesan de manera
transversal su obra y de los que resulta muy absurdo divagar sin pleno
conocimiento de causa. De ellos se desprende una suerte de lenguaje codificado
(eso que se conoce como puesta en escena) cuyo rigor, audacia, ductilidad y
capacidad para la experimentación —que no queda exenta, eso sí, de ciertos
traspiés— demuestran que nos encontramos ante un creador de primera categoría,
un auténtico virtuoso de la cámara y el montaje y un artista bastante más
poliédrico y polifacético de lo que aparenta.
Scorsese, un cinesta neoclásico
Scorsese es un gran
formalista y uno de los talentos cinematográficos más versátiles de su
generación, alguien compulsivo, inquieto y singularmente locuaz, que no se ha
privado de prácticamente nada —razón por la que su puesta en escena no suele
pasar precisamente desapercibida— y que apuntala su cine en un buen número de
recursos visuales que, estando a disposición de cualquiera, él ha ido
incorporando desde el principio a su ADN fílmico (al menos la gran mayoría)
para terminar haciéndolos suyos de una forma tan inteligente como, sobre todo,
consistente. Por esa razón, este libro contiene en su interior un manual de
estilo que refleja de manera insistente las principales constantes, estéticas y
narrativas —así como también algunas recurrentes obsesiones visuales—, de
alguien a quien, por su talante decididamente inconformista, y aunque la
perfección le haya sido en ocasiones esquiva, se le deben no pocos logros a la
hora de impulsar el dinamismo y la elasticidad de los movimientos de cámara,
razón por la que hablaré con frecuencia de travellings, movimientos de grúa,
panorámicas, barridos, zooms y otras posibilidades similares, elementos todos
ellos que acostumbra a utilizar de una forma muy singular y metódica que en
muchos casos le permite armonizar de manera ideal los vínculos entre el fondo y
la forma. Dicho esto, conviene aclarar que el uso de cierto tipo de plano no
significa, a priori, nada especial, a menos que este se repita con cierta
frecuencia en la filmografía de un determinado realizador. Sólo esta repetición
le concede el valor de rasgo (o figura) de estilo que merece la pena rastrear.
Uso de ángulos picados en El cabo del miedo, El color del dinero, Gangs of New York, Infiltrados, Jo, ¡qué noche!, Kundun, La última tentación de Cristo y Shutter Island
Planos con ángulos picados en Uno de los nuestros
Dentro del cine de nuestro hombre es posible detectar los siguientes: el uso de
ángulos picados —o, en su defecto, de movimientos ascendentes o descendentes de
grúa filmados con semejante perspectiva— asociado a las situaciones de extrema
violencia o a momentos en los que sus personajes (sobre todo los protagonistas)
experimentan un particular estado de indefensión o de fragilidad; la identificación,
total o parcial, del punto de vista de la cámara con el de sus protagonistas o,
puntualmente, con el de algún personaje más secundario, una estrategia
narrativa que deviene fundamental en su obra; el recurrente uso de flashes
fotográficos —o, en su defecto, de los parpadeos de un proyector de cine o del
estallido de unos relámpagos— para retratar el acoso que sus personajes sufren
a manos de los periodistas, reflejar los efectos de un fuerte dolor de cabeza o
insinuar el incipiente proceso de un recuerdo mental —acerca de esto,
recomiendo el visionado del documental À la
recherche de Kundun avec Martin Scorsese (1998), de Michael
Henry Wilson, donde el cineasta habla de su búsqueda de una permanente
“superposición de flashes” (porque para él “los flashes son como signos de
exclamación” que preparan “un trasfondo inquietante para lo que va a venir”) o
de su interés por obtener una ráfaga perfecta que se adecúe en su cadencia a
sus intereses dramáticos: “Llevo años haciéndolo, filmando a fotógrafos desde
1979. En Toro salvaje. Los flashes son
como disparos, ataques muy agresivos, insinuaciones de lo que va a suceder”.
Por lo general esos destellos vienen acompañados por el peculiar zumbido que
emiten los flashes al dispararse—; la práctica de cortes bruscos de montaje,
que muy habitualmente se convierten en una herramienta expresiva de primer
orden —el realizador ha perfeccionado cada vez más su interés por los
intersticios entre las secuencias—; la presencia generalmente muy pertinente (y
casi nunca forzada) de espejos, objetos que siempre introducen otra dimensión
de la realidad y que permiten una lectura dramática más compleja de ciertos
acontecimientos; el uso de la truca cinematográfica (fundidos, efectos de iris,
sobreimpresiones, aceleraciones, ralentíes) con fines expresivos netamente
clásicos: yuxtaponer dos imágenes interrelacionadas, enfatizar la presencia de
un determinado objeto o de una parte del escenario, resumir de forma elíptica
un determinado arco de acontecimientos; barridos de cámara que aportan una
tensión adicional al montaje o que imitan el vertiginoso desplazamiento de la
mirada de un personaje (o incluso de la mirada más omnisciente del propio
Scorsese); o la singular y anómala forma visual con la que el cineasta presenta
en ocasiones a sus personajes, ya sea al principio o en un punto intermedio de
sus metrajes —me refiero, por ejemplo, al momento en que su cámara ‘descubre’ a
ese Travis Bickle que ha adoptado la estética mohawk—.
La revelación de un Travis Bickle 'diferente'
Presentación del músico Jimmy Doyle, un personaje singular
Cabe destacar, de forma muy
especial, el uso recurrente y muchas veces coincidente en su función dramática
de un recurso tan poco apreciado en general, pero tan valioso en realidad, como
el de la aprehensión retardada —un concepto que no debe confundirse con el de
un simple raccord de acción (o elipsis, sea esta más larga o más corta) entre
dos planos consecutivos, o con el de una mera entrada en cuadro de un
personaje—, el cual por lo general suele comportar una cierta y deliberada
confusión con el punto de vista que inicialmente se ha otorgado a una imagen,
pudiendo atribuirse una visión subjetiva a la misma hasta que un determinado
personaje se incorpora de forma inesperada al encuadre (por el centro o un
lateral de la pantalla) provocando con ello que la toma adopte repentinamente
una indiscutible objetividad —buenos y ajenos ejemplos de esta operación son el
momento de La dolce vita (1960),
de Federico Fellini, en que la mujer de Steiner (Renée Longarini), mirando
directamente a cámara (es decir, al protagonista), abre las puertas de su casa
a Marcello (Marcello Mastroianni) y Emma (Yvonne Furneaux), o las tres
ocasiones (aplicadas a tres personajes diferentes) en las que Budd Boetticher
revela en Tras la pista de los
asesinos (1956) que detrás de la cámara se oculta alguien que
espía a otros personajes sin ser visto—. Esto suele ser así por una voluntad de
hacer coincidir, ni que sea brevemente, el punto de vista del espectador con el
del propio personaje: en la transición (o proceso de asimilación) entre ambos
estados (el subjetivo y el objetivo) es cuando se rompe una identificación que
el primero tenía con el segundo con vistas (generalmente) a proporcionarle una
perspectiva de los acontecimientos que en ocasiones puede comportar la
incomodidad de sentirse obligatoriamente partícipe de una acción o circunstancia
moralmente dudosa. En este sentido es necesario señalar que existen dos
condiciones sine qua non para que la aprehensión retardada pueda existir: que
el espectador no sea consciente, inicialmente, del personaje con el que se está
identificando, y que el tiempo que precede a la entrada de este último en el
plano sea más o menos el necesario. Si la demora es ínfima, la imagen adquiere
por defecto el valor de una simple entrada en cuadro, y cabe aclarar que muy
rara vez Scorsese filma meras entradas en cuadro, un procedimiento que por lo
demás es completamente estándar en el cine de todo el mundo —su
acostumbrado modus operandi,
en todo caso, se vuelve un poco más complicado de descifrar a partir de Kundun—. En su particular caso podemos
hablar de la búsqueda de una identificación temporal y parcial que, practicada
con inusual insistencia, adquiere con el paso del tiempo un valor o peso
dramático muy específico: cuando sus personajes ‘penetran’, por así decirlo, en
un plano que carecía previamente de su referencia, suele ser porque la acción
que se disponen a realizar o la decisión que la justifica está revestida de
cierta urgencia o, sobre todo, de una determinación personal que reafirma en
cierto modo su carácter o hace valer su resolución. Entendida de ese modo, la
aprehensión retardada tiene que ver entonces —salvo contadas excepciones en su
filmografía— con un momento (o momentos) especialmente decisivos en el
desarrollo de los acontecimientos. Es un recurso que, aplicado a su universo,
va ganando entidad con el paso del tiempo. En último pero no menos importante
lugar también debe tenerse en cuenta el uso de la voz en off como método con el que
adentrar de forma efectiva al espectador en la mente de sus personajes, algo
que se analizará apropiadamente en películas como Malas calles (1973), Taxi Driver, La última tentación de Cristo, Uno de los nuestros, Casino, Al límite, Gangs of New York —posiblemente su
único traspié en este sentido—, El
lobo de Wall Street o Silencio.
Como el lector podrá ir averiguando a lo largo del libro, si algunos cineastas
han sido maestros de la sustracción (Bresson, Boetticher), Scorsese lo es
de la adición. Pero aunque su puesta en escena no acostumbra a ser precisamente
austera, tampoco se le podrá acusar nunca de desangelado.
La aprehensión retardada en Gangs of New York
La aprehensión retardada en La edad de la inocencia
A lo anteriormente dicho cabría
añadir el uso recurrente de un contrapunto humorístico que es consustancial a
su idiosincrasia y se manifiesta de muy diversas formas, incluida la musical
—de entre sus obras de ficción, las únicas que se saltan esta regla no escrita
son The Big Shave (1967), Taxi Driver, La edad de la inocencia, Gangs of New York y Shutter Island, películas que, en todo
caso, se hallan recorridas por una ironía más o menos constante e incluso un
puntual cinismo, y, en un orden diferente de cosas, La última tentación de Cristo, Kundun y Silencio,
films religiosos que, sin embargo, tampoco prescinden por completo de él—. La
suma de todos los elementos citados le ha permitido en ocasiones alcanzar cotas
artísticas verdaderamente elevadas. Nada mal en realidad para un director que
iba para sacerdote. Abróchense los cinturones porque el vasto territorio
scorsesiano contiene muchas curvas, velocidad y en ocasiones un vertiginoso
deslizamiento cuesta abajo: ¡Jump into
the Fire!
¡Jump into
the Fire!